Niñas y niños con discapacidad: cómo viven el encierro y qué necesitan sus familias

El mundo parece haberse detenido desde la obligación de aislamiento. Para muchas personas, sin embargo, la sensación no es nueva: la tuvieron el día que supieron que algo andaba mal en relación a la salud de sus hijos. En ese mundo del que una vez Mafalda se quiso bajar, es imperativo hablar de cómo viven el encierro quienes ya se sienten acorralados en una sociedad que no los considera una prioridad. Para los niños y las niñas con discapacidad intelectual, física y psicosocial, salir es tan esencial como el aire que respiran. Tanto para ellos como para sus familias y las personas que los sostienen.

Lo hemos hablado mil veces con mi hermana, la mamá de mi sobrino Nico, que nació hace diez años con una deleción cromosómica que afecta su desarrollo en varios aspectos y de una forma muchas veces impredecible. A las familias de personas con discapacidad se les exige el doble en términos de burocracia y reciben de nuestra sociedad siempre la mitad en materia de beneficios. ¿No debería ser al revés? No es equivalente en absoluto, pero me hace acordar a los productores orgánicos: para ellos hay más trámites y más costos para demostrar que trabajan mejor que otros, a los que sin embargo no se les pide justificar por qué hacen lo contrario.

Otra prueba de que la sociedad no considera a la discapacidad como una prioridad la dio la propia Agencia Nacional de Discapacidad en Argentina el 20 de marzo pasado. Emitió una «Recomendación de habilitación limitada a circular para personas con discapacidad mental, cognitiva y psicosocial» donde otorgaba dos horas diarias por día para pasear, pero la dejó sin efecto el día siguiente. La marcha atrás causó bastante confusión y hoy la Agencia se limita a avisar en su web: «cabe aclarar que se instrumentarán medidas dirigidas a esta población». Además, se supo que la primera circular ni siquiera fue una iniciativa del gobierno sino una idea de las organizaciones civiles TGD Padres TEA y Red Espectro Autista.

Este es, precisamente, el síntoma del que estamos hablando: una política pública debería primero pensar en esta población vulnerable, en lugar de arrepentirse y avisar que pronto lo hará. De todas formas, hay que recordar que el decreto que impuso el distanciamiento obligatorio exceptúa en uno de sus puntos a «las personas que deban asistir a otras con discapacidad», así que hay una obligación explícita hacia las fuerzas de seguridad y cualquier otro funcionario de colaborar con estas familias en la práctica.

«Las familias con un hijo con discapacidad severa viven ya un nivel de estrés y cansancio mayor que aquellas con chicos sin patologías. Estamos siempre a las corridas con las terapias, medicaciones, controles médicos frecuentes, desregulaciones conductuales, trámites en las obras sociales», me escribe mi hermana desde su casa, a dos cuadras de distancia. «Algunas son cuestiones prácticas, otras son factores psicológicos: el miedo a que tu hijo nunca podrá valerse por si mismo, la angustia ante las recaídas conductuales, las autolesiones, los trastornos del sueño, la dificultad para integrarlo en las actividades cotidianas y sociales, la discriminación que a veces se traduce en actitudes y otras en barreras arquitectónicas», sigue Consuelo, hilando su vida cotidiana a pedido para esta nota.

Con el distanciamiento social obligatorio «esa familia que ya estaba bajo una presión extra ahora está confinada a quedarse en su casa, cuando en muchos casos la salida es parte de una rutina que nuestros chicos no aceptan modificar. En nuestro caso, en una casa con jardín, no estamos sufriendo encierro, aunque Nico nos hace ´sentadas´ al lado del auto y pide su vuelta diaria. Pero, la verdad, cuando tomé conciencia de que a Argentina también llegaría la cuarentena mi reacción inmediata fue el miedo: a que no llegaran la medicación ni los pañales, que por el talle son importados; miedo por el aceite de cannabis que importamos (Nico tiene epilepsia refractaria), a que las personas que nos ayudan no pudieran venir, a que si necesita una internación u oxígeno el sistema estuviera colapsado y no lo considerara prioritario… Todos los miedos habituales, pero ahora potenciados por el encierro», describe.

Ariel está por cumplir los 10 años y tiene un diagnóstico de autismo severo. Su mamá, Carolina, y su papá, Alejandro, me cuentan que el aislamiento les cambió todo. «Ariel se le levanta y quiere empezar la rutina, me señala la ducha, las zapatillas, la mochila. Le digo que no, que hoy vamos a hacer otra cosa. Soy flexible con la tablet, trato de quedarme en camisón el mayor tiempo posible para que no me pida de salir. Pero en algún momento salir se hace imprescindible. Y lo hacemos, con una copia del certificado de discapacidad (CUD) y el DNI de Ariel en la bolsa. Y por las dudas decimos que vamos a comprar, aunque no necesitemos nada, porque en cada esquina nos para un policía. Explico que el chico colapsa de tanto encierro y le muestro la documentación. Me piden que lo deje en casa, les miento y les digo que «soy sola» y no puedo dejarlo. Me dejan seguir, sin antes hacerme dos millones de recomendaciones: que le lave las manos, que le ponga un barbijo y guantes (que no se deja). Las calles están desiertas, pero Ariel parece no notar la diferencia. El quiere su paseo por los lugares de siempre, quiere correr: corro atrás de él. Pero en cada esquina nos paran. Ayer desde una camioneta de Emergencias, con un megáfono nos gritaban que volviéramos a casa. Fue devastador. El no entiende que no son vacaciones, qué hacemos tanto tiempo en casa, por qué no vamos de paseo. Y no hay forma de explicarle. La rutina detallada que le hace bien nos costó meses y años establecerla».

Bruno, de 13 años, tiene retraso madurativo. «Mi preocupación es que retroceda en sus logros, sobre todo los motores, por falta de estímulos. Además del trabajo con su terapeuta, caminar es de gran ayuda, más ahora que está creciendo» explica Vicky, su mamá. «Bruno, por suerte, no está medicado, pero los pañales son todos importados. La primera semana fue tranquila porque ambos estuvimos con un virus estomacal que nos tuvo a régimen y palmados, pero llevamos 10 días dentro de casa y veremos cómo hacer cuando recupere sus ánimos. A la gimnasia diaria familiar no hay forma que él se sume…».

Franco tiene 12 años y retraso madurativo moderado. Le gusta mucho salir, no habla y usa pañales. Su mamá, Andrea, cuenta que «su actividad principal es escapar. Caminar, salir, estar en la calle. El va por las mañanas a un Centro Educativo Terapéutico (CET) y a la tarde su acompañante terapéutica (AT) lo busca y lo lleva a sus terapias: kinesiología, drenaje y psicología. Ahora su AT no está viniendo y yo tampoco tengo ayuda extra en casa. Es dramático: hay momentos donde grita y se autolesiona, entonces lo llevamos a dar una vuelta manzana, pero no podemos llevarlo a dar paseos largos en auto como hacíamos los fines de semana. Es angustiante para él y para todos nosotros. Y aunque creo que en parte va asumiendo esto por el poco movimiento en la calle, no puede entender».

Irene, la mamá de Daiana, cuenta que la están «llevando bastante bien». Tiene 12 años y lo que dice su certificado es «encefalopatía crónica no evolutiva (antes llamada parálisis cerebral), con discapacidad intelectual y epilepsia». Lo que no dice su papel es que «tiene todos los días ganas de salir, pero tratamos de que toque su piano, ella tiene un órgano y le gusta mucho. Pero cada tanto se aburre y quiere ir a la plaza. Ayer nos pasó, y como hice otras veces, le hice upa y la abracé mucho, le dije que la entiendo, que a mí me gusta también ir con ella, pero que tenemos que quedarnos unos días en casa hasta que todo pase. Se calmó y se fue a escuchar música con su hermano. Es una herramienta de crianza y educación con respeto que yo uso, difundida en todo el mundo, para todos, no sólo para chicos como los nuestros. Se llama disciplina positiva. Lo que no sé es cuánto vamos a durar mi marido y yo, estamos asustados pero tratando de no transmitir eso a los chicos», aclara.

¿Quién cuida a los que cuidan?

«La salud mental de los padres es otro tema. Nosotros no sólo debemos contenerlo, no podemos perder la paciencia. Y eso es lo que intento: hago limpieza general, me ejercito, leo, trato de no mirar muchos noticieros, que mi mente se mantenga ocupada. Recibo mensajes alentadores de amigas y familia, de otras mamás en la misma situación, percibo la solidaridad.  Tengo la idea de que si Ariel nos ve enteros y bien, él va a estar bien», termina Carolina.

«La convivencia en casa no es fácil. Los demás miembros de la familia deben trabajar o estudiar, y por momentos sólo hay una habitación disponible», describe Vicky, que tiene otros cuatro hijos y viven en un departamento en la ciudad de Buenos Aires.

Cuando hay amor, las crisis pueden traer también oportunidades. «Con el correr de los días descubrí, por otro lado, que ahora tenía todo el tiempo del mundo para sentarme con mis hijos y que eso le dio tranquilidad a Nico, que se muestra mucho más sereno que lo habitual, al punto de haber pasado de seis convulsiones diarias a dos. Que el estar sus hermanos en casa (sin sus ocho horas diarias de colegio), se sienta cerca suyo e interactúan mucho más. Y que nosotros tenemos la tranquilidad de estar acá con él, sin estar atentos al teléfono esperando el mensaje de la cuidadora avisando de una convulsión. En definitiva, siento que en esta situación nos complica un poco más a las familias que tenemos algún integrante con una discapacidad severa, pero por otro lado nos obligó a parar la pelota y no tener que dividir nuestra cabeza entre la casa, el trabajo, las terapias. Me animo a pensar también que en algún punto estamos mejor preparados para algunas cosas porque hay mucho que ya resignamos hace años: programas sociales, visitas, salidas, lugares a los que ir en vacaciones», me confiesa mi hermana.

Dolores Bulit

Nací en la Ciudad de Buenos Aires en 1972. Mi educación formal ocurrió en el jardín Casa de los Niños fundado por Elena Frondizi, la Escuela Normal Nacional en Lenguas Vivas “John F. Kennedy” y la Carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Mi educación no formal se amasó en una familia numerosa, presente, matriarcal en medio del patriarcado, de clase media profesional. Sin presiones curriculares o extracurriculares, con mucho tiempo y enorme oportunidad para el juego libre en la ciudad y en el campo. También me eduqué en mis empleos y en mis viajes, en mi pareja y con mi maternidad, con todas las personas que pasan por mi vida y a través de mi experiencia más reciente y transformadora con la gestación de Tierra Fértil, un espacio de aprendizaje basado en el juego y la autogestión con 8 años de historia.

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2 Respuetas

  1. Soraya dice:

    Hola mí nombre es Soraya soy mamá de Ariadna,ella tiene 15 años síndrome de down y autismo ,usa pañales no tiene comunicación verbal,me siento re identificada con cada FLIA ,igual q todos junto con Gastón mí esposo y Luana su hermana estamos aprendiendo nuevas estrategias,pero la incertidumbre y lo desprotegidos q están nuestros hijos da miedo,hay q empezar a pensar en el futuro de ellos, quién los va a cuidar??? Dar la contención q solo nosotros día a día se la damos,es duro el camino y una sociedad q no está preparada .Me hizo muy bien conectarme entre pares,gracias,gracias

    • Hola Soraya. Te mando un abrazo y me alegra que sean varios cuidando y apoyándose entre sí. Si hay algo que te gustaría leer o conocer acerca de educación y discapacidad, decime, porque quiero preparar una nota especial amplia sobre ese tema. Gracias por leer.