No me hice periodista en la Universidad (apuntes sobre vocación y educación)

OPINIÓN – Por Dolores Bulit*

Yo creo que soy periodista desde los ocho, cuando nos escribíamos cartas -de esas de papel y sobre- con mi amiga Mariana Llobera. O desde cuando redactamos juntas el reglamento del club «El pequeño refugio», que funcionaba en una vieja letrina del campo de Franklin al que íbamos los fines de semana y veranos de mi infancia.

También debo haber sido periodista ya cuando Paula Finocchio me invitó a su casa en la isla del Delta, y mi primer encuentro con la jungla paranaense inspiró un cuento que hoy recuerdo denso, húmedo y misterioso como el Bomarzo de Mujica Láinez que me impactó años después.

En la escuela, la tarea de Lengua era la única que me gustaba. Muchas veces, hacía trueque por la de Matemáticas.

Más tarde fueron las cartas pen pal con Heidi, mi amiga íntima de Noruega, a la que nunca conocí en persona. Ella quería ser cocinera. Yo calculo que esa altura me sospechaba escritora. Los vínculos epistolares me resultaban más fáciles y exuberantes que los presenciales, diría en la jerga pospandemia.

En la adolescencia, la melanco-rebeldía me dictaba las entradas de ese diario con tapa soft punk. Los primeros amores o la búsqueda infructuosa de alguna tribu de pertenencia lo salpicaba de entradas cortas, furiosas e inconstantes. Ay, las cartas con el entrerriano Francisco…

Por suerte, llegada la adultez nunca más intenté encajar. Creo que fue recién en 2015 que un amigo me dijo que yo era rara. Qué alivio: me dio las palabras que necesitaba. Porque me puede faltar el oxígeno -¿soy, era, asmática?-, pero jamás las palabras. La escritura es el único lugar del mundo donde siempre me siento en casa.

Al terminar la escuela, un test vocacional me mostró los matices: me gustaban la literatura, la psicología y la antropología, pero la psicóloga pensó que esos ejercicios solitarios podían exacerbar mi personalidad flemática. El periodismo, en cambio, me tendría ocupada y un poco más afuera de mi denso mundo interior. Me anoté para estudiar Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, que en 1991 todavía nadie entendía para qué servía.

Paradójicamente, la Universidad fue el lugar donde fui menos periodista que nunca. Las materias, muy teóricas, me mantuvieron suficientemente alejada del ejercicio cotidiano de la escritura. En casi seis años de carrera ejercí el mejor oficio del mundo sólo tres veces.

Un clásico llamado a la solidaridad interrumpiendo un teórico, típico de cualquier facultad de Ciencias Sociales, me llevó con mi novio de entonces a la mina de hierro de Sierra Grande, en Río Negro. Mi primer viaje independiente no fue a la playa sino a ese pueblo perdido de la costa rionegrina que penaba el cierre de su única fuente de trabajo. No me acuerdo si escribí algo al volver, pero sí sé que ya caminaba por esas calles ventosas y desérticas como periodista. Absorbía los paisajes, las conversaciones y las palabras precisas con las que las personas hablaban de sí mismas. Aprendí a buscar fuentes, adjetivos, a citar, a grabar en mi memoria registros sensoriales para intentar la primera literatura de no ficción de mi etapa adulta.

El segundo ejercicio escrito fue un perfil que hice, ahora sí, por consigna de un profesor. A desgano, porque el único famoso que conseguí para entrevistar fue Antonio Roma, un ex jugador de Boca Juniors que para nada tenía la culpa de que a mí el fútbol sea la cosa que menos me interesa sobre la tierra.

La última instancia importante de mi escritura universitaria fue la tesina, obligatoria al final de la cursada para recibirse de Licenciada. Para la mayoría de los estudiantes, una tortura que los separa del ansiado papel. Para mí, la oportunidad de hacer, por fin, lo más parecido a una investigación periodística.

Años después de ser de niñera y secretaria, conseguí mi primer trabajo en un diario. Ámbito Financiero fue mi verdadera escuela de periodismo. Aprendí a comunicar contrarreloj una noticia o una idea. A la antigua, buscando información como pescadora artesanal: en la calle, la cablera o al teléfono.

Me fui del diario no porque ya hubiera aprendido suficiente, sino a causa del hechizo de la burbuja de Internet: en los años dos mil, los portales pagaban mejor. Yo preparaba mi primer grand tour por América latina con el que hoy es mi marido, y el viaje reclamaba ahorros importantes.

Salvo breves intersticios analógicos, nunca más salí de Internet. Me hice bloggera; luego prensera solidaria de las causas que consideraba justas. Hace cinco años, tras la pausa más necesaria de mi vida -una maternidad intensiva-, abrí las puertas de un kiosquito de periodismo inter-dependiente, como me gusta llamarlo. Tan chiquito como esos de pueblo: apenas un par de postigos que se abren a la vereda en el comedor de una casita de provincia.

Como redactora y editora de AlterEdu sigo aprendiendo a ser periodista, curiosamente, mientras enseño con mis notas que aprender no tiene ni edad ni edificios. La burbuja de Internet aún es delgada y frágil, como la de jabón. Hoy los medios digitales competimos por la atención con el contenido que puede generar cualquiera, así que vivir de vender palabras no está fácil. Sin embargo, gracias a esta fabulosa democratización de la expresión humana, hay excelentes comunicadores sin título dando vueltas por ahí.

Ya no somos el cuarto poder. Mejor: en el periodismo, como en la educación, el deseo de poder nunca es una buena guía.

*Dolores Bulit es editora del sitio de noticias sobre alternativas educativas www.alteredu.com.ar

Leé mi nota sobre una orientación vocacional alternativa acá: https://alteredu.com.ar/como-construir-una-orientacion-vocacional-alternativa-antes-de-los-18/

Dolores Bulit

Nací en la Ciudad de Buenos Aires en 1972. Mi educación formal ocurrió en el jardín Casa de los Niños fundado por Elena Frondizi, la Escuela Normal Nacional en Lenguas Vivas “John F. Kennedy” y la Carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Mi educación no formal se amasó en una familia numerosa, presente, matriarcal en medio del patriarcado, de clase media profesional. Sin presiones curriculares o extracurriculares, con mucho tiempo y enorme oportunidad para el juego libre en la ciudad y en el campo. También me eduqué en mis empleos y en mis viajes, en mi pareja y con mi maternidad, con todas las personas que pasan por mi vida y a través de mi experiencia más reciente y transformadora con la gestación de Tierra Fértil, un espacio de aprendizaje basado en el juego y la autogestión con 8 años de historia.

Tambien puede interesarte...

1 Respuesta

  1. C.C. dice:

    Qué lindo texto!
    Te admiro desde que te conozco.
    Sos mi periodista favorita, con la que más aprendí sobre aquellas cosas de este oficio que no te enseñan en la Facultad.