Exámenes: séptima razón para no escolarizar

Texto y fotos: Dolores Bulit

Texto: Dolores Bulit

De pronto, un viernes de noviembre, todo lo que no he vivido estos seis años porque mi hijo nunca fue a la escuela, vuelve como una película que vi de niña y de la que hoy descubro todos los trucos. Es el examen libre, un ritual que muchos de los que educamos a nuestros hijos e hijas no escolarizados, debemos o elegimos pasar. Vito lo vivió con la ingenuidad y la confianza de quien nunca ha sido examinado, y para nosotros, sus padres, fue una aventura más en este camino atípico pero consciente que vamos atravesando. Rindió sexto grado y no aprobó, y ahora tiene que presentarse de nuevo en febrero. El spoiler es a propósito, porque lo que me interesa contarles es como llegamos hasta acá.

De adentro hacia afuera

En 2017 me pasaron dos cosas. Empecé a sentir la falta de disponibilidad física y emocional para sostener la demanda de un espacio educativo autogestionado que había arrancado en el quincho de casa y hoy lleva 6 años. Tierra Fértil es, para mí, un oasis para niños y niñas y una oportunidad para los adultos de convivir en otros términos, recreando cada día un tiempo y un lugar de libertad, responsabilidad y ayuda mutua. La cosa más increíble y demandante que he hecho en mi vida, par a par con la crianza. Al mismo tiempo, fue creciendo en mí una mezcla de necesidad, intuición y señales que me llevó a plantearme la idea de mostrarle a mi hijo algo diferente. Ni más ni menos que lo que hice hasta ahora: estar atenta para abrir en la medida de mis posibilidades su abanico de experiencias y opciones. Podíamos seguir haciendo unschooling de forma más independiente o probar la escuela.

Como se acercaba a sus 12 años, decidí que rendiría el examen libre de sexto grado para acreditar la primaria, tal como sabía que podía hacerse desde que estoy en este baile. Viviendo en la provincia de Buenos Aires, eso le permitiría probar la escuela secundaria, que empieza un año antes que en la Ciudad de Buenos Aires, uno de los pocos distritos del país cuyo reglamento escolar conserva la figura del alumno libre, definido como aquel que «estudia en el hogar o concurre a un establecimiento no reconocido». Yo me tomo la licencia poética y me regodeo pensando en el otro sentido que esa frase tiene para mí. Alumno libre de aprender cómo quiere.

Empezamos a charlar esa posibilidad en pareja y en familia. Terminó de convencerme cuando me dijo que entrar a una escuela le daba curiosidad, aunque no quiso ir a conocer ninguna, y el hecho de que no hubo resistencia a las clases particulares. Hace unos días, yo tanteando el ánimo mientras volvíamos a casa pensando en despedidas, me volvió a decir que tenía ganas de probar algo nuevo.

A partir de ahí nos reorganizamos: yo dejaría de trabajar todos los días como acompañante en Tierra Fértil y Vito empezó a estudiar el programa oficial. Elegí dos escuelas que reúnen las condiciones que buscaba: que estuvieran cerca de casa, que no estuvieran centradas en el rendimiento curricular, que fueran laicas y de medio turno. No hay muchas opciones en esta zona, pero en mi radar quedaron dos, una estatal y una privada.

Ahora, la pregunta más interesante, la más profunda es: ¿por qué si elegí expresamente el unschooling, el aprendizaje autodirigido, ahora decido exponer a mi hijo a un sistema educativo que sigue sin gustarme? Principalmente, porque quiero que él tenga la experiencia directa de qué significa ir a la escuela, para que una elección que a sus 6 años fue mía pueda ser ahora, en parte, suya. Y digo en parte porque la libertad nunca es completa y él sigue siendo un ser dependiente de nuestras decisiones en muchos aspectos. La gran diferencia para mí es que él sabe que puede salir y volver a vivir sin escuela, porque comprobamos que el aprendizaje no escolar no sólo es posible sino que además es gozoso, al menos para nuestra familia y contexto.

Y otra pregunta necesaria es por qué no esperar a que él quiera elegirla, como hacen muchas familias que educan fuera de la institución oficial. O, como hacen otras tantas, cuyos hijos jamás rinden examen alguno. Mi razón filosófica es el debate inherente a la educación libre acerca de cómo se elige lo que no se conoce. Y mis razones meramente pragmáticas son que es más fácil rendir sexto que séptimo, y que me parece más amortiguado que entre al sistema junto con un grupo en el que todos son nuevos.

Ni educar es escolarizar ni examinar es evaluar

Les decía que sigo pensando exactamente igual: la escuela no es el mejor entorno para el desarrollo y aprendizaje de niños, niñas y jóvenes. Así como los exámenes, las notas y las tareas para el hogar no son las mejores formas de evaluar o fijar aprendizajes, y a esta altura sobra la bibliografía y las experiencias que lo demuestran (ver lista de recursos al final de este posteo). Sin embargo, también sigo sabiendo que para muchos el colegio es la única opción o la mejor ventana al mundo fuera de lo doméstico.

«Nosotros los adultos destruimos la mayor parte de la capacidad intelectual y creativa de los niños con las cosas que les hacemos o los hacemos hacer. Esto pasa cuando les inculcamos miedo, miedo a no hacer lo que otras personas quieren, a no complacerlos, miedo a cometer errores, a fracasar, a estar equivocados», explica John Holt, un maestro norteamericano famoso y best seller en los ’70 por describir minuciosamente el curriculum invisible de la escuela en sus libros «Cómo fallan los niños» y «Cómo aprenden los niños«. O, en palabras de los psicomotricistas franceces Lapierre y Aucouturier: “Cada vez que (un niño o una niña) responde al deseo del educador, siente el placer de ser aceptado, y cada vez que no responde a él, la tristeza de ser simbólicamente rechazado. Ese verdadero condicionamiento al deseo del adulto lo mantiene en una situación de objeto, de seguridad afectiva, pero de pasividad (…) En la enseñanza tradicional el niño debe adaptarse al deseo del educador, hallándose este mismo determinado desde el exterior por un programa cronológico” (su libro «Simbología del movimiento» es otro imprescindible).

Para la mayoría de las personas, someterse a un examen para obtener un título es absolutamente razonable. Supuestamente, acredita que se sabe lo que se debe saber a cierta edad (cronológica) y que se está listo para seguir avanzando, tal como prevé nuestro sistema educativo. Que, según me enseñó Fernanda, es propedéutico, que quiere decir que asume que hay que entregar unos saberes previos para pasar a los siguientes de mayor complejidad. Yo no sabía que se decía así, pero lo aprendí el día que en la sala de 5 de Vito me pidieron un cuaderno y lápiz para él, así se iba «preparando» para la primaria. O el día que me contaron que en muchos jardines en la sala de 5 el doble turno es obligatorio para que se vayan «adaptando al horario completo de la primaria». Otra vez la palabra «futuro» que tanto gustan los adultos de asociar a la niñez.

La «crisis de la escuela» está suficientemente visibilizada (o sentida en las tripas de padres e hijos), pero la creencia acerca de la necesidad y el valor de las acreditaciones se mantiene vigente. El día del examen, charlando con otras familias en la escuela número 3, confirmé que las razones que nos llevan a desescolarizar o rendir libre son múltiples y diferentes. Algunos, como nosotros, son homeschoolers o unschoolers; otros lo hacen para adelantar grados; porque viajan, son deportistas o artistas y otros tantos porque pertenecen a comunidades religiosas ortodoxas.

El día D

¿Cómo se prepara para rendir su primer examen alguien que no se ha sentado en un aula, que no ha recibido clases (salvo talleres o deportes que elige), que no tiene siquiera el concepto ni la experiencia de una nota, un informe, un examen? ¿Que no ha aprendido por materias y carátulas sino siguiendo intereses y necesidades y en sintonía con cada etapa de desarrollo, jugando, literalmente, sin parar de jugar?

Yo sabía por las experiencias de otros niños y niñas (conocidos o reportados en foros, redes y libros de Argentina y el mundo) que era perfectamente posible. Pero, claro, hicimos nuestra propia experiencia. Desde abril hasta noviembre de este año, con interrupción de un mes y medio, Vito tomó clases de dos horas diarias en promedio con una maestra para aprender el programa oficial de Lenguaje y Matemáticas de sexto grado. Mientras, en casa, hicimos dos lecturas completas de los manuales de Ciencias Sociales y Naturales, con conversaciones y repasos esporádicos.

Si la necesidad de mostrarle otra experiencia era mía, también lo es mi responsabilidad de no mandarlo a ciegas al examen. Como cada vez que pongo un límite o vivimos una situación nueva, lo más trabajoso pero lo que mejor funciona es acompañar. Eso hicimos otra vez. No hubo demasiada resistencia, e incluso encontró placenteras algunas zonas del trabajo escolar. La confianza mutua construida y la persona maravillosa que es Carolina ayudaron, estoy muy segura. Ella, además tuvo el doble trabajo de enseñarle a ser alumno, lo más difícil e intransferible.

Somos hábiles para usar nuestras computadoras o teléfonos aunque no los hayamos visto por dentro ni sepamos codificar, y sólo vamos a interesarnos en su funcionamiento si nos gusta o lo necesitamos. Metafóricamente, Vito tenía que abrir la máquina y entender cómo funcionan sus componentes, así que con la maestra y en casa intentamos transmitirle el protocolo: qué método de preguntas y planteos suele hacer la escuela; cómo distribuir el tiempo; cómo responder y por qué es necesario completar un determinado porcentaje de respuestas; que un poco más de la mitad de esas respuestas fuera, además, correcta; cómo pedir ayuda a los adultos; cómo moverse, etc.

Un par de meses antes de rendir su papá sacó de su archivo el «palito de estudiar» de su adolescencia, una vara de algarrobo con sus iniciales grabadas a fuego de lupa que hacía girar en el aire mientras repasaba. La noche anterior, mientras apagaba la luz, Vito me lanzó una catarata de preguntas relacionadas con el examen: fue como el repaso trasnochado de la materia «Alumno».

Ese viernes, en la escuela 3 del distrito 1 (hay 21 en la ciudad) nos trataron muy bien. Les dieron el tiempo que necesitaran para terminar, respondieron sus preguntas y les ofrecieron bebida y comida durante todo el examen. Los resultados, expresados en «aprobado» y «no aprobado» se pegarían en la puerta de la escuela el lunes (resguardando el nombre de cada chico o chica), pero los que vivimos lejos podíamos pedir corrección ese mismo día. Pasamos la tarde esperando -según nos dijeron, estaban debatiendo los resultados- y finalmente nos llamaron a los tres. La inspectora nos mostró una hoja con cuatro preguntas sin responder del área de Lenguaje y con tranquilidad le explicó que tenía que mejorar la producción y le sugirió que durante el verano escribiera todos los días un poquito. Es decir, nos extendió amablemente el pasaje sin escalas a febrero. Secretamente, yo esperaba un aprobado, así que el baldazo me llegó antes de lo previsto.

La puerta de atrás

Entrar al sistema como alumno libre es algo así como pasar por la puerta de atrás. No es la forma principal, pero existe. Es una grieta que tiene para situaciones que considera excepcionales. Así que una mañana helada de octubre fui a la sede de la secretaría de Educación del GCBA, en Paseo Colón al 200, para anotarlo. A las 8 en punto ella salió de la oficina del cuarto piso contrafrente y, en el hall de los ascensores, sobre una mesita provisoria en un rincón, depositó su pila de papeles y una birome. Ella es esbelta y está cuidadosamente peinada, vestida y maquillada. Hay tres sillas de plástico bordeaux, un cartel que dice “Acreditación Primaria” y otro que dice «Familias».

Los empleados que pasan por ahí saludan con afecto a la tía Judith”, que cumple esta función hace doce años y ha sido maestra y directora de escuela en la zona sur de la ciudad. Observo sus movimientos y registro cada cosa que dice, porque (no sé si lo sabe), ya es un mito entre los del submundo que educamos sin escuela. Cada noviembre y febrero ella saca su escritorio, por el que pasan todos los padres y madres que inscriben a sus hijos para rendir el examen libre de cualquiera de los 7 grados de la primaria. Esa mesita improvisada es el único reconocimiento tácito oficial de que es posible aprender sin ir a la escuela. El lugar donde somos inocentes hasta que se pruebe lo contrario.

Esa «puerta de atrás de la escolaridad» lleva el número del artículo 53 del reglamento escolar de la ciudad, y deja pasar a los que “reciban instrucción en sus hogares o en instituciones no reconocidas durante el lapso de edad escolar”. Por eso, vienen chicos y chicas de todas las provincias. La guardiana de esa puerta, Judith, también ha sido amable con mi expectante y curioso ser. Me explica con detalle, me saca una fotocopia que me falta y me anota teléfonos para que llame ante la menor duda. No me cuestiona y hasta nombra el «homeschooling»; sabe perfectamente de qué va y ha visto cómo aumenta. Me tranquiliza diciéndome que los maestros van a tratarlo bien y ayudarlo porque «es una situación difícil hasta para un adulto».

Por supuesto que todo lo que Vito es, que incluye lo que sabe, no cabe ni en esas hojas ni en esas dos horas de su vida. Lo que subyace detrás de un examen es la ilógica de pensar que aprendemos mejor bajo presión o motivados por otras personas. La psicología le diría condicionamiento o sistema de premios y castigos.

Mi intención como madre es seguir ampliando su mundo con lo que tengo a mano. Aunque, paradójicamente, ampliarlo ha sido hasta ahora restringirlo de la experiencia escolar. Llevo ocho años haciendo y probando, no conozco otra forma. Ojalá mis experiencias, dudas y certezas ayuden a otros padres que empiezan a sospechar que escolarizar no es la única forma de educar.

Imágenes: El «palito de estudiar», de padre a hijo / El libro de Holt que analiza cómo en vez de a pensar la escuela enseña a ser alumno / La oficina donde hay que anotarse para acreditar la primaria /  Un trabajo escolar sobre el nobel Pierre Curie, «educado en el hogar», pegado en la escalera de una escuela 

Recursos para reflexionar sobre para qué sirven las notas y los exámenes:

https://www.facebook.com/LAEDUCACIONPROHIBIDA/videos/294270971194865/

  • Y éste otro que explica cómo puede aprender alguien sin la necesidad de notas ni exámenes, en casa o en escuelas libres o democráticas, donde se elige qué aprender:

https://www.facebook.com/alliance4sde/videos/768235979985666/?hc_ref=ARQatnN_V_PFDB3T0SClXLLwhG8dQmyGrZfBIc5KlACRdAj4WppUMb9LzNX-_6-_PVg

Dolores Bulit

Nací en la Ciudad de Buenos Aires en 1972. Mi educación formal ocurrió en el jardín Casa de los Niños fundado por Elena Frondizi, la Escuela Normal Nacional en Lenguas Vivas “John F. Kennedy” y la Carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Mi educación no formal se amasó en una familia numerosa, presente, matriarcal en medio del patriarcado, de clase media profesional. Sin presiones curriculares o extracurriculares, con mucho tiempo y enorme oportunidad para el juego libre en la ciudad y en el campo. También me eduqué en mis empleos y en mis viajes, en mi pareja y con mi maternidad, con todas las personas que pasan por mi vida y a través de mi experiencia más reciente y transformadora con la gestación de Tierra Fértil, un espacio de aprendizaje basado en el juego y la autogestión con 8 años de historia.

Tambien puede interesarte...