Educación ultraprocesada: ampliar el menú es posible y urgente

OPINIÓN – Por Dolores Bulit, editora de www.alteredu.com.ar

Me gusta hacer comparaciones entre la educación y otros procesos vitales que atravesamos las personas. Lo hice cuando comparé el parto con la educación en esta nota: así como nacer no es una enfermedad, aprender no es un programa. Ahora quiero ensayar con ustedes una nueva analogía. Asumir que la comida ultraprocesada es la única o la mejor forma de comer puede ser equivalente a decir que la escolarización es la única o la mejor forma posible de educación. Le llevó su tiempo a la sociedad darse cuenta de la diferencia entre comer y nutrirse. Yo misma me crié en los ochenta rodeada de los productos light del Dr. C., las dietas de revista o la prohibición de comer nueces, aceitunas, banana o palta porque «engordan». El mismo tiempo le está costando a nuestra época entender que la escuela tal como la conocemos puede ser mucho mejor: una carta variada, con diferentes orígenes y colores en cada plato.

La escuela no está diseñada acorde a cómo los seres humanos realmente aprendemos. Hace más o menos doscientos años, cuando se configuró como institución, se adaptó a modelos sociales ya existentes: la iglesia, la fábrica, el ejército. Esa estructura le permitió expandirse y ser adoptada casi al unísono en todo el mundo, sin importar las diferencias idiomáticas, culturales y sociales. Se montó una verdadera industria en torno a ella, que funciona como una maquinaria, casi sin cambios desde entonces. Como la industria alimentaria, el sistema escolar es altamente rendidor: la enseñanza es igual para todos, con un mismo programa, en un tiempo y una cantidad de años estandarizada. Así, es más fácil de manejar por los adultos que la administran: desde las familias, pasando por el portero de la escuela, hasta el Ministro de Educación y sus funcionarios nacionales, provinciales y municipales. Dicho sea de paso, una máquina cuyo aceite suelen ser las mujeres, que suman el acompañamiento escolar o la docencia a sus ya habituales tareas de cuidado (sí, también escribí sobre eso).

Volviendo a la analogía del parto y el nacimiento, llevó años darnos cuenta cómo la medicina -con buenas intenciones, espero-, instaló la costumbre de parir en hospitales, que son lugares para la enfermedad, en vez de alentarlos en hogares o casas de parto con la asistencia de matronas o especialistas, y recurrir a él solo en emergencias. La fisiología del parto se conoce cada vez mejor, y resulta que no son precisamente los entornos y procedimientos médicos o farmacéuticos los que mejoran la experiencia para la madre y el bebé.

Algo similar sucede con educar, que asumimos como sinónimo de escolarizar. La estructura del lugar donde ocurre, sus procedimientos, sus supuestos, su instrumental, deben revisarse en varios sentidos. Primero, por el cambio de época: no es igual el afán alfabetizador de la primera escuela que la tarea de formar en un mundo hiperinformado e hipermediatizado. Segundo, porque la ciencia ya sabe que enseñar no es sinónimo de aprender, que el aprendizaje eficaz ocurre con la participación activa y el interés de sus propios protagonistas. Los automatismos para producir comida tienen consecuencias directas, que recién ahora nos atrevemos a observar. Como la clase magistral, un protocolo estándar que heredamos de las academias de adultos y que se naturalizó hasta en el jardín de infantes.

La educación escolarizada masiva tiene sus propios endulzantes, espesantes, aditivos, colorantes. Realzar el sabor, crear un umami universal, instantáneo y replicable a bajo costo, es la ley de la industria de la comida ultra-procesada. De igual manera, la escuela estándar parece ofrecernos soluciones tentadoras: dice que educa a todos por igual al tiempo que cuida mientras los adultos producen.

También es ultraprocesada la currícula, masticada varias veces. De los diseñadores académicos pasa por el tamiz de los técnicos ministeriales, atraviesa otra etapa con las editoriales académicas -que ahora también son plataformas digitales educativas- para finalmente llegar al maestro y el profesor. Para cuando llega al alumno/a, poco sabor queda; es abrir el paquete. No hay ingredientes frescos, ni tiempo ni disponibilidad para que se cocine algo propio. Y, casi sin excepciones, la educación buena, la sana, la que queremos o necesitamos, siempre es menos accesible: como la comida orgánica o la sin TACC, las escuelas con buenos proyectos pedagógicos son pocas, o caras o o no tienen vacantes. Sean alternativas, privadas o estatales con prestigio.

¿Pero alguien duda de que la buena alimentación nos viene bien a todos? La obesidad, la diabetes, la falta de nutrientes esenciales son consecuencia de una dieta mala. Los resultados de una educación escolar paupérrima también están a la vista: deserción, pobreza y desigualdad, acoso, apatía, la falta de saberes esenciales y la bulimia de contenidos anacrónicos y desarraigados. La masividad solo asegura una distribución masiva, pero ¿dónde queda la calidad?

Malcomidos y maleducados

El packaging escolar nos vive haciendo promesas. El guardapolvo te asegura igualdad, que nunca es lo mismo que equidad. ¿Qué anuncia el uniforme? ¿Qué a mayor precio mejor calidad? Un isotipo aspiracional que en el guardarropa no puede faltar. Las etiquetas, como las de los paquetes, también son promesas: este es un alumno de dieces, este de ceros. Este otro está en tercero: ¡bien! Ya sabe sumar, el ciclo del agua y escribir la fecha de hoy. Aprendemos a consumir personas por sus etiquetas, y ni sabíamos que se lo debíamos a la escuela. Ni hablar del lugar que la diversidad o la discapacidad tienen en esta industria. La «normalidad» es la norma, y seguimos creyendo que las manzanas lustradas son la mejores manzanas.

Si queremos recuperar el tiempo y la sabiduría para cocinar en casa, ¿qué podríamos hacer con eso que llamamos educación? En principio, entender que la comida ultraprocesada no va a desaparecer mañana, como tampoco la escuela convencional de aulas, sillas, recreos, materias y edades separadas, notas y exámenes. Y saber que es justo que podamos convivir todos: aquellos que buscan nutrición más que comida tienen los mismos derechos. A pedir acceso y legitimidad para proyectos pedagógicos integrales, individualizados, transformadores, con sentido, contextualizados. Si la comida casera es buena, ¿cómo no va a estar permitida por la ley? Sin embargo, en Argentina y muchos otros países, la escolarización obligatoria y el curriculum único han desplazado a la comida hecha en casa con ingredientes naturales.

Ignorar o prohibir una feria de productores locales parece insano; al menos, políticamente incorrecto. Sin embargo, exactamente eso es lo que viven los productores locales del diverso arco de las educaciones posibles. Porque las escuelas alternativas, las autogestivas, las comunitarias, las de movimientos sociales, las estatales o las rurales con una comunidad que busca autonomía y singularidad, son exactamente eso: redes de consumo responsable y economía circular, de ayuda mutua, de regeneración de la tierra, los vínculos y las formas de producir sentido. No conozco escuela alternativa que no tenga esas ambiciones en su ADN. Sin embargo, es para ellas una pesadilla habilitar o sostener en el tiempo espacios educativos que no responden al plano convencional de aulas, secretaría y SUM. Se traban escuelas diseñadas y construidas por su gente, con los materiales que tienen y la arquitectura que necesitan. La góndola, el ideal de expendio de la sociedad de consumo, le gana al almacén de barrio, atendido por sus propios dueños.

Lo singular de este problema es que las soluciones no son desconocidas. Hay hambre no por falta de comida, sino por ignorancia o abuso de poder. Según Martín Caparrós, que cita a Joseph Townsend, «el hambre ya no era una consecuencia de los problemas de un sistema económico, sino una solución a esos problemas: un elemento disciplinador fundamental» (El hambre, 2014). No conozco a nadie al que no le apetezca una buena escuela. Pero son los ricos y la clase media los pueden elegir de una carta de proyectos pedagógicos más saludables para sus hijos. Para el resto, menú fijo: la suerte dirá si la escuela del barrio tiene gente buena, que deja pastorear a sus pollos, o los prefiere tras el alambre tejido y a la luz artificial del gallinero.

Otro poroto a favor de las escuelas alternativas es que la mayoría tiene a la alimentación sana y soberana como una parte central de su ideario. En ellas se aprende a comer mientras se preparan las comidas, se hacen las compras comunitarias o se organizan actividades de sustentabilidad en torno a lo producido en la cocina. Se educa el gusto y se educan las formas de comer como una acción cotidiana, ni siquiera hace falta convertirla en una materia más, aislarla en el momento del comedor o mandarla a la currícula de las materias «blandas».

Yo me pregunto: ¿qué comida para el cuerpo y para el alma querés darle a tus hijos? Si la acción ciudadana promovió el etiquetado de la comida ultraprocesada, llamemos a las cosas por su nombre también en el campo de la educación. Si comer no es sinónimo de nutrirse, educarse no es sinónimo de escolarizarse.

Foto de portada: Tierra Fértil Educación

Dolores Bulit

Nací en la Ciudad de Buenos Aires en 1972. Mi educación formal ocurrió en el jardín Casa de los Niños fundado por Elena Frondizi, la Escuela Normal Nacional en Lenguas Vivas “John F. Kennedy” y la Carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Mi educación no formal se amasó en una familia numerosa, presente, matriarcal en medio del patriarcado, de clase media profesional. Sin presiones curriculares o extracurriculares, con mucho tiempo y enorme oportunidad para el juego libre en la ciudad y en el campo. También me eduqué en mis empleos y en mis viajes, en mi pareja y con mi maternidad, con todas las personas que pasan por mi vida y a través de mi experiencia más reciente y transformadora con la gestación de Tierra Fértil, un espacio de aprendizaje basado en el juego y la autogestión con 8 años de historia.

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