Botellas en el mar: una brújula entre las olas de la desescolarización

Se sabe: nuestra libertad, por más que nos empeñemos en ampliarla, nunca es completa. Sin embargo, la educación es quizás uno de los pocos ámbitos donde no podemos siquiera degustarla durante larguísimos años. Es un enorme sinsentido, porque como cualquier cosa, a la libertad hay que ensayarla para poder, con suerte, ejercerla. Si bien desde AlterEdu intentamos reflejar toda la diversidad de propuestas que engloba esa incómoda zona llamada «educación alternativa», nuestro corazón editorial se enciende con las propuestas que alientan el ejercicio de la libertad a edades tempranas. Algo que por infrecuente está casi vedado en nuestra cultura, que sigue pensando que es necesario obligar para aprender: esa habilidad que nos hace indudablemente humanos.

Por eso hoy venimos a contar las novedades de «Botellas en el mar», el espacio de aprendizaje libre donde se acompaña «desde una mirada respetuosa y fisiológica los procesos naturales de co-aprendizaje, brindando la presencia, facilitando el contexto para, desde la propia curiosidad y el juego, transformar la experiencia en conocimiento vivenciado», describe su alma mater Malena González. La convocatoria, lanzada al mar en este singular verano de 2021, ocurre en su casa de Liniers, el barrio de la ciudad de Buenos Aires. Operativa de abril a noviembre, «Botellas» está abierta para personas de 4 a 14 años. «Desde un abordaje lúdico y dinámico acompañamos a las familias en la transición a la vida sin escuela. Planificamos de forma circular el acompañamiento y guía para quienes optan por certificar estudios rindiendo exámenes libres», se explica en la convocatoria.

Para conocer «Botellas» es indispensable asomarse a la casa de Malena, verla moverse con fluidez entre la planta baja-espacio colectivo, el primer piso-hogar y la terraza, con rincones ganados de adobe y tragaluces de botellas. Esa, que era la casa de su abuela, y que está justo en el borde de la ciudad, es una buena metáfora de lo que Malena hace: caminar por la frontera entre la escolaridad y la educación, un espacio de transición en plena ebullición, ahora más que nunca, con escuelas cerradas y creciente interés en lo híbrido del aprendizaje, un fenómeno que pocos reconocen que siempre estuvo ahí.

Para empezar, Malena tiene dos hijos, de 7 y 12 años. El más grande hizo primer grado en la escuela y luego abrió el camino de la educación desescolarizada al que se le unió su hermano, que no pisó un aula jamás. Le pregunto cómo fue que pudo plantearse por primera vez la posibilidad y me cuenta una historia parecida a la que he escuchado ya mil veces. La de la madre que tiene ideas propias acerca del aprendizaje pero que escolariza porque necesita el apoyo que significa compartir la crianza con alguien, aunque sea una institución. La de la madre que pone sus esperanzas y buena fe en la escuela de gestión estatal de su barrio hasta que algo empieza a andar mal.

Malena y compañía

Pero hay más detalles de su historia personal que hoy Malena cree que la trajeron hasta acá. «Una vez se sumó a nuestro espacio un chico que venía muy golpeado de su escuela, con mucha angustia. Cuando me enteré que había ido a la misma que yo, en Caballito, fue una sensación muy fuerte, y empecé a revisar mi propia escolaridad», relata. «Mi mamá era muy progresista para esa época, separada de mi papá en el ´78, era una mujer independiente, su propio jefe. Era un caso único en un colegio de 800 alumnos, y la tendencia era atribuirle a la separación de mis padres cualquier cosa que me pasaba. Además, yo entré a la escuela leyendo y escribiendo, sabía guiones de memoria en parte porque mi vieja me llevaba mucho al teatro. Así que me aburría, me distraía, aunque era educadamente contestataria, con buenas notas en las materias pero malas en conducta. A nivel social salí de la primaria creyendo que no sabía socializar y ahora me siento Roberto Carlos», recuerda.

Sigo preguntándole acerca de su historia porque sé que detrás de estas personas que se animan a dar el salto cuántico hay explicaciones que vienen de más lejos que un desacuerdo con la maestra, hay herramientas y prácticas que se fueron amasando en el tiempo para llegar a asumir críticamente y con mano propia la educación de los hijos. «En la secundaria entré al Nacional de Cerámica: pasé de ser bicho raro a ir a la escuela de los bichos raros. Ahí los docentes eran más afines con nuestra vida y había muchos talleres donde el aprendizaje tenía que ver con compartir el laburo con pares. Mi vieja me crió desarmando jerarquías y me costaba bastante encontrarle la lógica a las estructuras de autoritarismo. Sin saberlo, empecé a desescolarizarme en ese momento: elegía las materias que me gustaban y al resto no iba y las rendía en marzo, o me rateaba para ir a los talleres de años superiores. También hice cuanto programa cultural había en mi barrio», recuerda. «Mirá qué increíble: se suponía que de esa escuela salíamos profesores de cerámica, y sin embargo no nos dejaban aprender a hornear. Así que me rateaba y le llevaba pizzas al señor que horneaba en la escuela para aprender con él». A los 16 se pasó al magisterio de Bellas Artes «Manuel Belgrano». «Ya me cuestionaba cómo se enseñaba, y en paralelo daba talleres en el frente de artistas del hospital psiquiátrico Borda y alfabetizaba en las ex Bodegas Giol. Yo siento que eso fue una parte enorme de mi formación, porque en el magisterio esa parte no estaba y me parecía irrisorio. En el colegio rendía exámenes, hacía vínculos con pares con intereses similares, armábamos experiencias de arte colectivas, pero sentía que la carrera todo el tiempo la tenía que estar complementando».

La primera botella arrojada al mar

Constructora de títeres en la escenografía del Centro Cultural del Sur, plena época del «Buenos Aires no duerme», se armó un retablo y un guión para hacer sus primeras obras y talleres independientes. «Laburé para fundaciones y capacitando personal para proyectos sociales y educativos desde los títeres. Viví siete años en Ecuador, y el título oficial de docente era la parte protocolar que me servía entrar a hacer lo que me gusta. Yo sentía la enseñanza como algo circular, con permiso para desarrollar vínculos afectivos y desarrollarme desde lo profundo», cierra en cierta forma el relato de esa etapa formativa. Después, nació Bruno.

Daba seminarios, talleres, viajaba y estiraba la plata para estar la mayor parte del tiempo con él. «Mi mamá, maravillosa, daba vueltas manzana con el bebé mientras yo estaba con los talleres en casa» (conocí a esa abuela desescolarizada en el EPEP de Chapadmalal y no pude dejar de entrevistarla: https://alteredu.com.ar/2020/01/02/historias-de-abuelas-con-nietos-sin-escuela/). Después vino Astor, y fue cuando Bruno empezó el jardín en la escuela Kennedy del barrio de Versailles, que está en un predio con parque frondoso. «Va a pasar la mañana con buen oxígeno y escuchando pajaritos, estaba genial. Los primeros dos años fueron una experiencia hermosa, y si bien con su mu maestra teníamos paradigmas distintos, era muy abierta y tenía ganas de que le planteen desafíos. Una vez tardé un poco en llegar a buscarlo y me recibió con un «me pareció que estaba ansioso y le di un caramelito». Yo, amablemente, le contesté: «Mejor dale un libro o un juguete. O prendele un pucho». Al día siguiente, cuando la vi, me dijo que la había dejado pensando un montón. Que se quede pensando y tenga la valentía de decírmelo es muchísimo», opina. Bruno llegaba sucio y contento de jugar y eso bastaba.

«Ya en pre-escolar empezaron las dinámicas de sentarse en la sillita, y algo cambió. Charlamos sobre cómo serían las cosas en primera grado para que tratara de entender esas nuevas formas. En Ecuador yo había hecho dos meses de observación en «el Pesta», en la costa argentina conocía el proyecto de «la no escuelita», conocía impulsos Waldorf y Montessori. En definitiva, tenía mucha información. Estaba separada del papá de Bruno, y al principio cuando lo desescolaricé me denunció. Ahora vive en España y me quiere editar un libro sobre esto», ironiza. También menciona a Territorio Kai, el espacio que en ese entonces empezaba a gestar Estela Dominguez en el mismo barrio de Liniers. «Le pedía ansiosamente fechas y horarios para llevar Bruno, tenía aun la incertidumbre de querer replicar la estructura para que en marzo empiece a ir. Y me retrucó: «hacé vos el espacio, tenés herramientas de sobra«.

Pero Malena sentía que ese rol de mamá educadora no le quedaba. Al final, Bruno pidió seguir en la escuela con sus compañeros. «Enseguida se encontró con que no podía hablar con los amigos, que eran pupitres de a uno, que no podía jugar, que el parque no era para primaria sino solo para jardín, que no podía correr. O sea, la realidad física de cualquier niño en una institución. Y si bien los abandonos ocurren en todas las familias y en todas las escuelas, la falta de mirada, un contexto social complejo más el adultocentrismo, se arma el combo del patio de escuela. Lo empezó a pasar mal. Pero yo no encontraba certezas, sentía que si lo sacaba era como rendirnos. Que Bruno no había podido respetar las normas, que él tenía el problema, que necesitábamos quedarnos a revertir y salir bien de esa situación, convertirla en otra cosa. Ya vimos que esto no nos interesa pero estamos dentro, vamos a cerrar el año, me dije. Fue una oportunidad gigante de decirle tenés razón, de validarlo. Le explicaba que esa es la forma en que funciona. No te puedo alfombrar el mundo pero te puedo poner pantuflas: encontremos recursos. Nuestro vínculo como madre e hijo nos dejó atravesar el resto del año bien. Pensé desde qué posición relacionarme para pasarla mejor y fui muchas veces a Dirección a ofrecer alternativas, ayudar, estar disponible. Pero todo se terminó el día que me dijeron que mi hijo tenía poca tolerancia al maltrato. Textual. Todos los días mandaba un niño y volvía otro. No volví a inscribirlo, pero seguía a ciegas en cómo se hacía eso de educar sin escuela», repasa.

En esa época, recuerda, no había redes de apoyo, páginas y grupos de WhatsApp como ahora. Entre leyes y normativas en Internet encontró el artículo 53 del reglamento escolar de CABA. «Así llegué al área de exámenes libres del ministerio de la ciudad, me atendió Judith, le pareció fantástico y me dijo que era todo muy simple. Por la denuncia del padre y de la escuela anterior teníamos que demostrar que Bruno aprendía. Por esa época me convocaron para trabajar en una escuelita libre y allá fui, diseñé el espacio, las dinámicas, pero duró poco, no estaba de acuerdo con ciertas cosas, aunque la experiencia con los chicos fue hermosa. Así que un día me encontré de nuevo en casa, con los materiales que había armado y mi pizarrita. Era mayo, no tenía la cintura financiera para llevarlo a otro espacio de aprendizaje. Eso fue el motor que me faltaba para generar esta propuesta propia. En una zona popular como la mía y accesible. Al principio hicimos un homeschooling muy prolijito de una hora a la tarde para hacer cuaderno y el resto lo hacíamos con el cuerpo o jugando. Era yo la que hacía la propuesta y tenía el norte de que rindiera segundo grado, en gran parte por la presión judicial. No fue difícil ese primer formato, pero se desgastó. Me dijo que no quería hacer el cuaderno, que mejor mañana, y pasaron quince días. Y yo bancándome el discurso de la libertad educativa con mi propio hijo», describe.

«Un día gris fuimos al supermercado y fue una epifanía. Me empezó a preguntar por qué esto cuesta esto y este otro de la misma marca cuesta diferente. Fijate el precio por kilo, le dije. ¿Y qué es esta oferta de 3×2? Cuando me di cuenta, ya estábamos un rato en la góndola. Habíamos sacado el celular de calculadora y estábamos en el programa de cuarto grado. Ahí me «bajó» la información de cómo se aplicaba a la vida, por lo menos a la mía. Empezamos a romper la estructura escolar y a aprender en todos lados. Estuvimos ese año buscando por todos lados el contenido, y el examen le resultó muy fácil», cuenta sobre su primer examen libre.

También empecé a hacer talleres y llegaron dos desescolarizados. Conocí a Victoria de la Paz, con quien administramos el grupo «Desescolarizándonos – Unschooling«. Empezamos a tejer redes, contactar con otros para ver que no estamos solos y capitalizar esa experiencia del proceso de denuncia. Con Zayda Cadengo estábamos en tratativas de abrir una comunidad Viverum en Argentina. Era una hermosa mujer, decía que ayudaba a salvar niños de la escuela, que los ayudaba a través de sus madres”, recuerda con tristeza a la madre homeschooler mexicana fallecida. Así empezamos a recibir gente en casa. Cuando llamaban, yo les decía «venite y charlamos mientras los pibes juegan». Nos juntábamos a la mañana y terminábamos cenando. Algunas madres me pedían preparar a sus hijos para rendir, entonces íbamos a los museos donde se veían los temas que les pedían. Al año siguiente, en 2014, «Botellas en el mar» arrancó oficialmente. Tengo de lo Waldorf esta cosa de laburar desde el cuerpo, trabajar con la motricidad gruesa que es la que está a full a esa edad más que la fina.

Esas entrevistas «de admisión» que duraban 8 horas le permitieron a Malena darse cuenta de que un espacio de aprendizaje entre familias no la puede caretear, como se dice en Argentina. «A mí me parece alucinante eso de que la gente pueda saber quién soy, cómo vivo, cómo pienso, no como ese bingo que es una institución». Malena no ofrece un programa, sino que aplica las herramientas que tiene, aprendiendo de los chicos y las chicas y tratando de hacerse siempre un poco invisible. Hay familias que hacen homeschooling y llevan a sus hijos a «Botellas» como entorno social. Los contenidos curriculares «no son el norte», aclara, y el acompañamiento del año se arma de forma orgánica de la manera que mejor funcione con el grupo humano que hay. «Este año vamos a sumar un espacio de púberes, y para las familias que sí quieren rendir examen libre, lo preparamos recién durante la segunda mitad de año, en general en un día o una hora aparte», precisa.

Si querés participar y saber más sobre «Botellas en el mar», llamá al celular (549) 1536961290 o visitá https://www.facebook.com/Botellas-en-el-mar-721334954918196.

Dolores Bulit

Nací en la Ciudad de Buenos Aires en 1972. Mi educación formal ocurrió en el jardín Casa de los Niños fundado por Elena Frondizi, la Escuela Normal Nacional en Lenguas Vivas “John F. Kennedy” y la Carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Mi educación no formal se amasó en una familia numerosa, presente, matriarcal en medio del patriarcado, de clase media profesional. Sin presiones curriculares o extracurriculares, con mucho tiempo y enorme oportunidad para el juego libre en la ciudad y en el campo. También me eduqué en mis empleos y en mis viajes, en mi pareja y con mi maternidad, con todas las personas que pasan por mi vida y a través de mi experiencia más reciente y transformadora con la gestación de Tierra Fértil, un espacio de aprendizaje basado en el juego y la autogestión con 8 años de historia.

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1 Respuesta

  1. 10 de marzo de 2021

    […] Malena González es argentina y madre de dos chicos, de 7 y 12 años, que aprenden hace seis años sin escuela. Que, además, decidió abrir las puertas de su casa en Liniers, en la ciudad de Buenos Aires, para recibir a otras familias en una búsqueda similar (más sobre su recorrido en esta nota previa: https://alteredu.com.ar/2021/01/27/botellas-en-el-mar-una-brujula-entre-las-olas-de-la-desescolariza…). […]