Sin premios ni castigos, la escuela que soñamos se hizo realidad con la pandemia

Hasta que marquen las 12 y la carroza vuelva a convertirse en calabaza, disfrutemos. Esta semana, por primera vez en ¿un siglo? la escuela decidió dejar de medir con números a sus usuarios y de cobrarles las faltas como sanción. Los ministros de Educación de Argentina reunidos en el Consejo Federal descartaron «cualquier tipo de evaluación numérica o de concepto a los alumnos sobre los contenidos que les fueron impartidos por sus docentes durante el período en el que se mantengan suspendidas las clases presenciales«, según informa el portal Sobre Tiza. Aclararon también que la evaluación será “de carácter formativa» pero «sin valor para la acreditación de saberes sino en función de una mejor orientación en el proceso de enseñanza y aprendizaje”. La autoridad educativa bonaerense determinó «que no se calificará el primer bimestre, trimestre o cuatrimestre, según corresponda, en las instituciones educativas tanto estatales como privadas» y agregó que «si bien no se registrará asistencia mientras continúe la suspensión de clases presenciales, es necesario realizar el seguimiento de cada estudiante para conocer los alcances de la Continuidad Pedagógica», aclara el sitio Gestión Educativa.

Después de investigar durante 10 años y ver a mi propio hijo y a miles más en todo el mundo aprender sin necesidad de notas o exámenes, llego a la conclusión de que no tienen beneficio alguno. Peor aún: creo que es de una absoluta falta de ética y abuso de poder calificar a las personas en desarrollo que no tienen la oportunidad de aceptarlas como parte de un contrato social explícito ni de asimilarlas como un cerebro mayor de edad podría. Hasta ese momento, vamos, si nos ha pasado a todos/as: la nota funciona como premio o castigo.

Analizar en clave semiótica esta entrevista que dio a RedAcción la Secretaria de Evaluación e Información Educativa, Gabriela Diker, es interesante en cuanto muestra cómo funciona el paradigma básico de control, ahora en suspenso. «Las evaluaciones serán un registro para conocer cómo se está desarrollando el proceso de aprendizaje y en base a él planificar»: ¿no debería ser siempre así? «En sentido estricto, dar actividades no es equivalente a enseñar»: ¿qué es entonces enseñar? ¿acaso no hay múltiples maneras, o sólo es pararse delante de la clase? «Por supuesto, no corriendo detrás de la currícula porque no hay posibilidades reales de hacerlo»: entonces, se admite que en condiciones normales la escuela corre detrás de la currícula. «Pensando en la vuelta a clases, vamos a tener que avanzar hacia la integración por proyectos transdisciplinares, que incluyan a distintas asignaturas. Esto también pensando en cómo se hará la acreditación de saberes y cómo se evaluarán»: como lo hacen hace siglos las llamadas escuelas «alternativas». No se gasten, eso ya está inventado. Sólo vayan a preguntarles.

Pero, ¿qué es la evaluación formativa? Son aquellas instancias donde el estudiante se responsabiliza de su propia evaluación: la autoevaluación (hoy muchos profesores están usando el Kahoot en sus clases virtuales), las rúbricas, el feedback en tiempo real, por proyectos o continua. No se compara en relación a otras personas sino a sus propios logros, individual o colectivamente. No casualmente ese es el concepto de evaluación que tienen las personas que educan sin escuela y los espacios de aprendizaje llamados «alternativos» desde hace por lo menos un siglo. Por eso, nadie puede decir a esta altura que no hay pruebas de que educar sin notas funciona. Por otra parte, ¿a cuántos de ustedes, cuando les pidieron el título para trabajar, les preguntaron por las notas?

«La medición de la acumulación del conocimiento -criterio de legitimación del sistema educativo- se reveló absurda frente a las prácticas urgentes del cuidado de los cuerpos», dijo esta semana Mariana Chendo, directora de la Licenciatura en Educación de la Universidad del Salvador en su texto «Educación 2020: los migrantes forzados». Esta nota está enfocada a revelar que es absurda desde el punto de vista del aprendizaje, pero es importante pensar que también funciona como una restricción para toda la comunidad escolar: mantiene sobrecargados y de manos atadas a los docentes, directivos y funcionarios que desean y hasta se animan a proponer otra realidad.

«La evaluación con calificaciones es un tipo de discriminación muy grave e innecesaria. Es de las cosas que desterraría de la escuela», dijo la maestra y profesora Velia Blanco, discípula de Olga y Leticia Cossettini y cofundadora de varias escuelas inspiradas en las maestras santafesinas. Las mismas que fueron aplaudidas en todo el mundo y destituidas por razones políticas (no pedagógicas) en el pico de su contribución a la historia escolar. «La evaluación no mide lo que pretenden medir. Mide la capacidad de mentir, de ser más vivo. Provoca la competencia, una carrera, ¿para qué? El gesto de poner el brazo para que el compañero no se copie ¡lo inventó la escuela! El trabajo ha de ser colaborativo, porque se aprende con el otro», explicaba muy afilada «Veyi» en su conversación virtual con Germán Doin esta semana.

El cuestionamiento de las notas es mundial, aunque viene perdiendo por goleada. “Ya se hizo referencia a lo poco apropiados que resultan muchos de los sistemas de evaluación actualmente empleados, puesto que a pesar de que son muy eficientes para medir grandes volúmenes de respuestas, aún ofrecen pocas garantías para evaluar el verdadero aprendizaje individual”, avisaron hace ya nueve años el uruguayo Cristóbal Cobo y el estadounidense John W. Moravec en su libro “Aprendizaje invisible. Hacia una nueva ecología de la educación”. Ambos son responsables del concepto «nómades del conocimiento», personas capaces de aprender y trabajar en contextos cambiantes, presenciales, virtuales o una mezcla de ambos, a diferencia de los aprendizajes menos flexibles que proponía la era industrial.

No tiene fundamento alguno medir la inteligencia de forma estandarizada. «La normalización estándar de los chicos en la escuela es tan sutil y tan precisa que cada niño queda individualizado por su desviación respecto de la norma», nos recuerdan Cristina Corea e Ignacio Lewkowicz en «Pedagogía del aburrido». «Aún con las nuevas técnicas, o nuevas formas, que apuntan al proceso de aprendizaje y al desarrollo de las propias capacidades del educando, el examen sigue funcionando como una instancia de control y duplicación de un saber adquirido», agregan. Y si nos animamos a hurgar mucho más en la llaga, ellos creen que «también existe un control a través de instancias que, a simple vista, pueden parecer inocentes y que implican a quienes ejercen la función directa sobre los alumnos. Me estoy refiriendo a las planificaciones. Bien es cierto que en ellas el profesor propone su plan de acción, y que además en ciertos medios lo puede hacer con mucha libertad. Pero, por otra parte, es algo a lo cual debe ceñirse y que, a su vez, funciona como mecanismo de control del profesor, y no porque alguien lo haga de manera materialmente evidente sino que, en realidad, se genera una especie de panóptico donde no es necesario ser observado para sentirse observado: las redes de poder funcionan de manera tal que el control está introyectado en los propios afectados por el poder».

Insisto con lo que hoy sabemos sobre los dispositivos biológicos del aprendizaje. Porque si bien el fabuloso desarrollo del neocórtex humano tiene una explicación eminentemente cultural, el funcionamiento y las etapas de sensitivas de nuestro sistema nervioso central son cruciales para definir qué es un buen entorno de aprendizaje. «Los modelos más recientes y menos tradicionales consideran que la inteligencia no es fija sino que es variable, mutable y puede ser desarrollada. Hay muchas maneras de medir la inteligencia porque hay muchas maneras de ser inteligente”, explicaban ya hace siete años, por su parte, María Eugenia G. T. de Podestá, Alexia Ratazzi, Sonia W. de Fox y Josefina Peire en «El cerebro que aprende». Y agregan: “sabemos que la emoción es muy importante para el proceso educativo porque dirige nuestra atención, que a su vez dirige al aprendizaje y la memoria (…). Al separar la emoción de la lógica y la razón del aula, hemos simplificado el control y la evaluación de la escuela, pero también hemos separado las dos caras de la misma moneda, y perdido algo importante en el proceso. Es imposible separar la emoción de las demás actividades de la vida. No lo hagamos”.

Nos recuerda Facundo Manes en «Usar el cerebro» que “las primeras áreas cerebrales en madurar son las más básicas, relacionadas con la información visual o con el control motor de los movimientos. Más tarde se desarrollan otras, como el lenguaje y la orientación espacial. Las últimas áreas, que maduran recién entre la segunda y la tercera década de la vida, son las que están ubicadas en la zona frontal. Estos datos nos permiten comprender que en el cerebro del niño e, inclusive, en el del adolescente, las áreas involucradas en la inhibición del impulso, en la toma de decisiones, en la planificación y en la flexibilidad cognitiva o intelectual, aún están en proceso de maduración. (…) Esta condición biológica debe ser tenida en cuenta por las acciones de políticas públicas destinadas a esa franja etaria de la población. Y no solo del Estado, sino también de toda la población en su conjunto (padres, docentes, comunicadores, etc.)».

Todos los libros de John Holt explican cómo la evaluación escolar, sobre todo la sumativa o cuantitativa, en realidad muestra la capacidad de un niño o una niña para aprender a ser alumno. Que lo obliga insconscientemente a desarrollar estrategias y malos hábitos para responder a las metas de los adultos. La prueba está en que muchos malos alumnos en la escuela se desempeñan muy bien en la vida cuando terminan. Holt lo sabe porque ha sido maestro toda su vida y fue capaz de hacer una descripción metacognitiva brillante de la reacción de los alumnos a la enseñanza, tanto de los considerados malos como de los buenos.

“Prácticamente todo lo que hacemos en la escuela tiende a centrarse en las respuestas. En primer lugar, pagan bien. Las escuelas son como templos de adoración de las respuestas correctas, y la manera de abrirse camino es dejando muchas de ellas en el altar. En segundo lugar, son altas las chances de que inclusive los buenos maestros estén centrados en las respuestas, ciertamente en Matemáticas, pero no solamente allí. (…) Y en tercer lugar, aún los que no lo sean, es probable que no reconozcan la diferencia y la importancia de una escuela centrada en los problemas más que en las soluciones», enumera en su libro «How children fail».

En el libro «¿Cómo aprendemos?» que Héctor Ruiz Martín acaba de publicar, el español admite que «…los sistemas de evaluación que empleamos habitualmente no suelen contar con el criterio más importante: la validez (los otros son fiabilidad, exactitud y precisión). Y esto es así porque lo que interpretamos que está midiendo (el significado que damos a las notas) no es realmente lo que miden. En otras palabras, las notas suelen reflejar la capacidad de un alumno para superar exámenes, y no nos dicen apenas nada sobre qué permanecerá en su memoria a largo plazo después de la prueba, que al fin y al cabo es lo que querríamos que nos dijeran».

Ruiz afirma que hay sobrada prueba en el campo de la psicología cognitiva y la biología del aprendizaje para abrazar la evaluación formativa, cuya función es recabar información sobre el proceso de aprendizaje para tomar decisiones de qué hacer a continuación y ayudar al estudiante a alcanzar los objetivos, no a clausurarlos o postergarlos. «El tipo de pruebas que ofrecen mejores resultados son aquellas que evalúan la capacidad de transferencia, esto es, la capacidad de aplicar lo aprendido en nuevos contextos». Según explica el autor en el capítulo dedicado a los procesos de la memoria, «cuando los alumnos concentran el estudio justo el día antes de la prueba pueden obtener muy buenos resultados, pero este aprendizaje se pierde rápidamente».

En su libro «¿Qué buscar en un aula?», el educador y promotor de la crianza y la educación respetuosa Alfie Kohn, nos ayuda a descubrir las pistas que indican que una escuela está centrada en el bienestar de sus estudiantes. El capítulo dedicado a la evaluación se titula: «Notas: la cuestión no es cómo, sino por qué». Allí explica que ninguno de los tres motivos por los cuales los sistemas educativos dicen que evalúan funcionan o se aplican realmente: clasificarlo en categorías, motivarlo a mejorar o medir cómo está un alumno para darle un feedback. En cambio, propone cualquier evaluación que haga sentir a sus estudiantes apoyo (él la llama supportive assessment). «La mejor evidencia que tenemos como educadores sobre el éxito de nuestro trabajo es la observación del comportamiento de los niños, más que de las notas o los resultados de los exámenes. Hay que ver si continúan conversando animadamente sobre un tema cuando la clase termina, si leen a su propio tiempo. Cuando el interés se enciende, las habilidades usualmente se consiguen. Por supuesto, el interés es difícil de cuantificar, pero la solución nunca es volver a los métodos convencionales sino destacar los límites que tiene la idea de medirlo», reflexiona.

Kohn, como muchos otros que han esperado reformas que nunca se concretan, ofrece una propuesta para el mientras tanto. Que para mí, sin embargo, conlleva el peligro de crear contradicción y adaptación patológica en la psiquis de niños, niñas y adolescentes. «Mientras las notas persistan, maestros y padres deben hacer todo lo que esté a su alcance para que sus alumnos e hijos no piensen en ellas«. Pese a sus buenas intenciones, me suena a la lógica del meme que a fin de año circula en las redes, donde una maestra en una nota les dice a los padres que el valor de sus hijos no puede medirse por el boletín. Erradicar las notas es un desafío en ese sentido: ¿cómo explicamos a las mentes escolarizadas de los padres y madres que todo eso que durante décadas sostuvimos como muy importante ya no lo es? ¿Cuando ellos también han ido sin chistar tras la misma zanahoria?

Peter Gray es un psicólogo estadounidense «convertido» a la educación sin exámenes ni notas cuando, hace años, su hijo no se adaptó a su escuela convencional. Desde entonces escribe sobre el nexo entre la psicología y la libertad para aprender, en su libro «Free to learn» o en textos como éste que escribió esta semana: «¿Se puede medir una educación y el sentido de la vida?». «Nuestros niños se han convertido en peones de un concurso que enfrenta a padres contra padres, maestros contra maestros, escuelas contra escuelas, países contra países, para ver quién es capaz de exprimirles las notas más altas», dice ahí.

También insisto con las complejidades de la construcción del psiquismo para unos docentes y, por qué no decirlo, unos padres y madres, que siguen sosteniendo que en la escuela se instruye y en la casa se educa, como si ambas realidades pudieran separarse en una mente infantil o adolescente. “Cuando, desde la tan mentada ´motivación´ -en los círculos educacionales-, se propone interesar a los alumnos desde afuera de ellos, el éxito es a corto plazo. Parece que aprenden, quizás porque responden positivamente a las evaluaciones, pero no aprenden. Peor aún, desaprenden el valor de su ´capacidad de distracción´. Entonces, el lugar vacío que deja la capacidad de distracción herida puede ser ocupado por el estar desatento, ya que la capacidad de distracción permite que la capacidad atencional se despliegue”, decía hace ya 9 años la psicopedagoga Alicia Fernández cuando analizaba qué significa en realidad la muletilla de «prestar atención» en su libro «La atencionalidad atrapada».

“Reclamamos para el niño el derecho de búsqueda personal, el derecho al error, al intento múltiple no sancionado, el derecho de destruir, en su producción, lo que no le guste y de conservar lo que le plazca, sea cual sea la opinión del educador. No serviría de nada liberar la expresión motriz si vuelve a surgir la culpabilidad a nivel de la expresión abstracta. Es necesaria una coherencia en la actitud pedagógica, una coherencia profunda a nivel de las concepciones psicológicas, e incluso diríamos que filosóficas y sociales”, declaraban hace ya 43 años los franceses A. Lapierre y B. Aucouturier en «Simbología del movimiento».

Sobre el uso de supuestos incentivos en la escuela -la mayoría de los educadores y familiares consideran que sacarse notas altas lo es-, Francisco Ferrer i Guardia, fundador de la «escuela moderna» en Barcelona, opinaba así hace ya más de un siglo: «Por esta razón, suprimimos en nuestras escuelas cualquier entrega de premios, regalos, medallas o incentivos por ser imitaciones religiosas o patrióticas, apropiadas únicamente para mantener la fe en talismanes, en vez de centrarla en el esfuerzo individual y colectivo de seres conscientes de su valor y sus conocimientos».

“El error sigue siendo un corolario fundamental para la investigación y el conocimiento. Una escuela que preserva del error, que introduce en la boca, en los oídos y en la cabeza de los niños las cosas exactas, las que han de considerar exactas, es una escuela que asesina al niño, limita su capacidad de producción, impide su aproximación gradual y siempre insuficiente a la verdad. Además es una escuela que los niños rechazan junto con todas las cosas exactas que quería imponerles, es una escuela que produce reacciones imprevisibles o adaptaciones humillantes. Equivocarse, percibir el error, porque la comunicación es imperfecta o el resultado diferente de lo previsto, corregir el error con la serenidad de quien puede equivocarse pero con el compromiso de quien quiere hacer las cosas bien, me parece un itinerario válido, significativo y apasionante”, dice Francesco Tonucci en el libro donde describe la práctica del maestro italiano Mario Lodi.

Ahora, observadas estas discusiones y evidencias, qué difícil se hace aprovechar para desterrar las notas cuando los mensajes de las autoridades en general o incluso la UNESCO nombran una «pérdida de aprendizaje» durante la pandemia. La misma confusión entre educación y escolarización se replica con la que existe entre pérdida de enseñanza y pérdida de aprendizaje. Y aunque hacia afuera todos se han ocupado de destacar que la escuela sigue, el congelamiento de las notas es asumido por los propios ejecutores de políticas educativas más como un gesto compasivo que una decisión informada, unos puntos suspensivos que habrá que llenar con curriculums comprimidos, exámenes restringidos para los que egresan y otras estrategias de «remediación».

Aunque la propia UNESCO habla de pérdida de aprendizaje y remediación, recomienda en su informe «COVID-19 Education Response. Recursos para preparar la vuelta a la escuela» que entre esas estrategias se promueva el uso de recursos más prácticos, como el trabajo por proyectos, e incluso formar a docentes y estudiantes en métodos alternativos de enseñar y aprender. «A pesar de los desafíos que ha presentado esta crisis, la situación también ofrece la oportunidad de re-pensar el propósito, los roles, los contenidos y la forma de entregarlos en el largo plazo. Para preparar mejor a los sistemas educativos a enfrentarse a esta y futuras crisis mediante acercamientos profundos e intersectoriales que aprendan de experiencias colectivas alrededor del mundo», consigna el informe. Que, dicho sea de paso, es un informe elaborado por un equipo que, según anuncia, trabaja con la metodología ágil. Una práctica que ya aplica en espacios de trabajo y de educación transformadores de todo el mundo. Y que de ninguna manera promueve a las calificaciones como motor, sino al ajuste colaborativo permanente para enfrentarse a los desafíos del cambio.

Los que educamos o hemos educado sin formato escolar, tenemos estos argumentos bien interiorizados porque somos testigos directos de que el aprendizaje sin coerción es maravilloso. Es probable que las técnicas artificiales que la escuela ha inventado para catalogar, controlar y motivar a las personas sea una de las razones que nos alejó. Lo difícil es, siempre, traducirlo a los interlocutores que no lo han experimentado. Sin embargo, ya no hay excusas. A diferencia de unos años atrás, cuando estas experiencias estaban aisladas y poco difundidas, hoy sabemos exactamente cuáles son y donde están. El tamaño de la muestra de personas educadas sin notas ni exámenes obligatorios es suficientemente grande como para ser estudiado, al menos, por los académicos, las familias y los que toman decisiones de políticas públicas. La duración del estudio de la muestra también es muy aceptable para encarar cualquier estudio longitudinal, porque estas miradas acerca del aprendizaje y la enseñanza llevan al menos un siglo. Por último, la diversidad de la muestra también está garantizada: hay experiencias así en prácticamente todos los países. Las escuelas Montessori, Waldorf, Experimentales y Democráticas/Libres no ponen notas. Cuando lo hacen es sólo porque el sistema educativo oficial se los exige, como en Argentina. Doble moral nivel dios, diría mi hijo.

Mi hijo, que con sus trece años juega al lado mío mientras pienso si esta nota ya se puede ir cerrando. Me cuenta, sin saber sobre qué estoy escribiendo, que va a tomar exámenes en un juego de Roblox porque eso le va a permitir mejorar su performance y tener más autoridad sobre otros avatares. También me muestra cómo está construyendo un piano en Minecraft, activando la función de salto para poder tocarlo, y tratando de enmascarar el sonido que hacen las teclas para que la nota musical se pueda escuchar. Al rato, llama el profe de piano del conservatorio y nos vamos a poner la cámara del celular apuntando a las teclas de su piano para tomar la clase. El real, no el de Minecraft.

Más tarde, su papá se libera del teletrabajo, que ejerce desde hace 18 años, y se queja de que mañana tiene 3 videoconferencias en un día. Su hijo lo mira con la ironía de la adolescencia a flor de piel y le recuerda que él tiene 3 clases de escuela por día, todos los días. Nos reímos. Ahora sí le cuento sobre qué escribía: que los ministros decidieron que las escuelas no pongan notas ni faltas. Él, que no fue a la escuela hasta sus 12, se enoja un poco. «Pero entonces, ¿para qué me sirve todo el esfuerzo?» Un año lectivo presencial y dos meses virtuales en el sistema educativo obligatorio ya han hecho correctamente su trabajo.

Dolores Bulit

Nací en la Ciudad de Buenos Aires en 1972. Mi educación formal ocurrió en el jardín Casa de los Niños fundado por Elena Frondizi, la Escuela Normal Nacional en Lenguas Vivas “John F. Kennedy” y la Carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Mi educación no formal se amasó en una familia numerosa, presente, matriarcal en medio del patriarcado, de clase media profesional. Sin presiones curriculares o extracurriculares, con mucho tiempo y enorme oportunidad para el juego libre en la ciudad y en el campo. También me eduqué en mis empleos y en mis viajes, en mi pareja y con mi maternidad, con todas las personas que pasan por mi vida y a través de mi experiencia más reciente y transformadora con la gestación de Tierra Fértil, un espacio de aprendizaje basado en el juego y la autogestión con 8 años de historia.

Tambien puede interesarte...

3 Respuetas

  1. Gran artículo Dolores. Un gusto leerte!!!!

  2. Ana elisa dice:

    Que gusto inmenso leerte. Soy docente hace 20 años de escuela estatal y hace 5 que descubrí la educacion alternativa cuando vi la «la educacion prohibida» de Germán Doin, después de muchos años formandome como guía montessori hoy tengo un espacio montessori de 0 a 6 años.
    Esta pandemia hizo el ruido que se necesita para cambiar la educacion, ojalá que sigamos por este camino, necesitamos ese cambio ya!
    Saludos, Ana de Marcos Juarez. Cba.