Pablo Fidalme es profesor de Educación Física con más de 20 años de experiencia en escuelas, escuelitas de fútbol y clubes en Buenos Aires y alrededores. Al principio, reprodujo lo mismo que había aprendido. Hasta que se dio cuenta y decidió tomar otro camino: fundó una escuela de fútbol para chicos con discapacidad y abrió, junto a su esposa, una escuela viva donde hoy van sus hijas.
«En el ’96 empecé a trabajar como ayudante en un club este fútbol y a ver algunas miserias alrededor, incluido el negocio. Al principio, me dejé llevar por toda esa vorágine, y mis clases también eran gritos y ejercicios estereotipados. Literalmente, a veces gritaba a los chicos por pedido de sus propios padres y madres, que se acercaban a decirme que fuera más duro porque «si no, no aprenden». Lo mismo en los partidos de fines de semana contra otros clubes, donde lo menos que pasaba era que se insulten entre los padres o al referí», recuerda Pablo.
«De a poco fui abriendo la cabeza en cuanto a la educación en general. Lo primero que hice fue lo que está haciendo hoy el sistema educativo: meter pequeñas grageas de lo que podría ser algo un poquito más libre. Yo tenía más de 5 mil fichas con ejercicios para mis clases, y me di cuenta que esquivar el conito no era una situación de juego normal. Empecé a convertir la parte física en algo más móvil, con situaciones de juego más reales».
«Lo segundo que cambié es que dejé de gritar y retar si algo no salía. Me empecé a manejar con los chicos a través de señas que íbamos creando: si yo le mostraba un puño quería decir que tenía que patear tal jugada por abajo; si mostraba la palma de la mano, tenía que patear por arriba; si le mostraba el número dos era para que se cambie de posición con su compañero».
«No había gritos y lograba que los chicos me tuvieran que mirar a mí para tomar alguna decisión y no a los padres, porque suele haber una mirada constante a ver si los aprueban. De ahí surgen mis primeros encontronazos con ellos, que me cuestionaban por qué no les gritaba como los otros técnicos. Me empecé a dar cuenta que eran adultos jugando al ajedrez: los movían cómo y cuándo querían, con las tácticas y las estrategias que tenían, sin importar la edad de los chicos ni si disfrutaban. Había que ganar ese partido, porque si no el adulto se veía perjudicado en su trabajo«.
«Ahí empecé a inculcar que no importaba ganar, sino cómo habíamos jugado, si nos habíamos esforzado y divertido. Y a medida que escalaba en las ligas, empecé a irme hacia los menos competitivos, porque yo no servía para lo que se buscaba porque no me importaban los resultados. Formé dentro del club Asociación de Fomento Santiago de Liniers una escuelita recreativa, que al principio era vista de reojo y con el tiempo las clases se hicieron multitudinarias. Cambié la modalidad de entrenamiento a jugar solamente, y en algunas situaciones frenaba para explicar la mejor resolución y hacíamos replay. Siempre les preguntaba a ellos de qué otra forma podían resolverlo«, explicó.
Pablo no se quedó en su metro cuadrado y decidió compartir su «descubrimiento». «Se me ocurrió empezar a juntarme con clubes de otras zonas para contarles el proyecto y que lo repliquen, para que buenos o malos, los chicos tuvieran un encuentro mensual entre clubes, sin puntos ni árbitro, donde fueran con la camiseta representando al club y tuvieran su momento de gloria. Pero todos salían campeones».
Más tarde empecé a trabajar con adolescentes y adultos con discapacidad, y motivado por un amigo que tiene un hijo con Síndrome de Down, armamos una escuelita de fútbol de 4 a 9 nueve años. Preparé espacios y habilité el juego libre con un eje en el fútbol y dentro de una cancha. Podían usar los conitos para ponérselo de sombrero si querían, eso era válido. Lo difícil era la preparación de las personas que acompañan, para que pudieran sacarse su ansiedad y su necesidad de que logren hacer tal cosa. Ese año en el que estuve vi un montón de aprendizajes que no tenían tanto que ver con la técnica del fútbol, sino con el desarrollo psicomotriz de los chicos».
Hoy Pablo da clases de Educación Física en una escuela convencional. El diálogo y la confianza con sus directivos le permiten aplicar allí también su mirada «alternativa».
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