OPINIÓN – Por Dolores Bulit
Hay cosas que pasan en las escuelas alternativas que son igual de desconcertantes que las que ocurren en las convencionales. La diferencia es que con las primeras somos más exigentes. Es lógico: al menos en las intenciones, pretenden hacer las cosas de otra manera. Está muy bien que ese control de calidad exista, y mejor aún que colaboremos para mejorar en vez de irnos de un proyecto educativo sin antes intentar aportar soluciones.
Esos errores pueden ser individuales o de los equipos. Otras veces, en cambio, son consecuencia de pedagogías aplicadas rígidamente como métodos o creencias que no se cuestionan. También hay formas de gestionar una escuela que pueden haberse quedado en el tiempo o no se adaptan a la realidad de la comunidad que atienden. Insistir sólo porque el manual lo dice, tampoco tiene sentido. Sobre algunas de estas cuestiones escribí con más profundidad en un capítulo del libro «Más allá de la escuela. Historias de aprendizaje libre. Segunda edición», que pueden conseguir acá: https://www.instagram.com/masalladelaescuela/
Algunas se enamoran demasiado de sus líderes o gurúes. Otras pueden aferrarse tanto al método que pierden de vista a los niños de aquí y ahora. A veces falta experiencia, formación o mirada entrenada. Algunas pedagogías tienen formaciones muy costosas que están al alcance de pocos. Ciertos aspectos pedagógicos o de la gestión pueden ser inflexibles y desactualizados y, también, puede faltar propuesta o estructura adecuada. Algunas son más herméticas y tienen fallas en la comunicación. De todas formas, vuelvo a decirlo: la mayoría de esos defectos también existen en las escuelas comunes.
A pesar de todo eso, elijo escribir sobre las alternativas educativas por una cuestión de equilibrio. Sus enfoques y beneficios suelen negarse entre los académicos y los que diseñan políticas públicas. La mayoría de la gente las conoce de oídas y los medios las reflejan casi como curiosidades de zoológico. Sin embargo, muchísimas de las dinámicas que usan desde hace décadas se promueven hoy como innovadoras y necesarias: el buen clima escolar y la escucha, la heterogeneidad de quienes aprenden, la asamblea y participación de los estudiantes, la motivación intrínseca, el trabajo por proyectos y el aprendizaje activo, la necesidad de movimiento, la evaluación formativa, los bancos en ronda, incorporar el juego y las habilidades blandas. Podría seguir la lista, pero nunca es suficiente: un proyecto no convencional está cubierto con un manto de sospecha desde el momento de nacer y hasta que demuestre su inocencia.
Por el contrario, la escuela común suele estar libre de culpa sólo porque está autorizada, tiene docentes titulados en profesorados históricos y funciona en espacios físicos estandarizados que responden a una concepción de la escuela como fábrica. No se duda demasiado de la calidad de lo que sucede ahí adentro porque como sociedad hemos decretado que esa forma de educar es el ground zero, un estándar mínimo y neutral que es aceptado como norma. La desviación, entonces, siempre es sospechosa.
Como editora escribo sobre variedad de propuestas educativas sin que eso signifique que me gusten todas. Tengo mis preferencias, que incluso ya he expresado por acá: me gustaría un mundo donde los humanos siguiéramos aprendiendo en comunidad, por fuera de estructuras de encierro especializadas. Pero como ésa es una opción para muy pocos, si las escuelas han de existir, que sean democráticas y en la naturaleza. Y jamás obligatorias.
Detrás de las escuelas alternativas hay humanos. En general, trabajando a contracorriente y presionados por los recursos, los controles y, sobre todo, las altas expectativas para solucionar cosas que otras no han podido. Guste o no, son la respuesta social a la pretensión de universalizar un modelo de transmisión cultural único. Las que lograron ser aceptadas dentro del sistema público formal no escapan ni a las limitaciones ni al mercado de la educación obligatoria. Recuerden este dato, porque es crucial: ¡estamos obligados a consumirlas!
Lo esperable sería estar siempre alertas a lo que las diferentes ideologías nos proponen, porque nadie está libre de vivir sin un marco de ideas. La madera y el vellón no serán diferentes al marketing del uniforme y el guardapolvo si no estamos dispuestos a trascender las cáscaras para construir una educación genuina. También, sería ideal que las escuelas alternativas tomaran la costumbre de supervisarse con personas experimentadas, de diversas corrientes y formaciones pero, sobre todo, por almas sensibles y conocedoras de la cultura, el desarrollo y los derechos de la niñez.
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