Las «anti-escuelas» que nos salvaron como familia durante la pandemia: ¿qué y quién define qué es una escuela?

Por Mariela Garabetyan (marugarabetyan@yahoo.com.ar)

Habitualmente conversamos con mi hijo en el auto cuando vamos camino a la escuela. Ese día, surgió armar un “top ten de maestros” entre aquellos que habían transitado por su biografía escolar. Milo cursa sexto grado, así que consideré que ya había tenido un número importante de experiencias educativas para nutrir ese ranking.

Me dijo que sus dos mejores maestros se llamaban igual: Matías. Al primero le decía Mati y lo había conocido durante la pandemia en su “taller de armado de juguetes”. El segundo había sido su docente de quinto grado. Me dejó sorprendida y pensando: ¿qué era exactamente lo que valoraba mi hijo de experiencias educativas tan disímiles, una informal y otra formal?

Recordé el sinuoso camino que recorrimos en familia durante el primer año de pandemia. La vida diaria de nuestro hijo comenzó a transcurrir tirado en una cama, mirando pantallas. Como familia chica – su padre, él y yo- aprendimos a sortear controles de todo tipo aceptando los riesgos. Sabiendo que era una decisión totalmente personal y tomada ante un límite, que podía o no justificarse según desde la perspectiva considerada. Buscamos la forma de atravesar los controles del hipermercado para que Milo pudiera acompañarnos: se convirtió para él en una importantísima salida diaria.

La palabra depresión fue apareciendo en su boca casi diariamente, alimentando nuestra desesperación como padres. Ese primer año intenso sería seguido por un segundo momento de oportunidades, una vez que las sinergias de otras madres y familias igualmente desesperadas se activaron y logramos cierta apertura hacia otros hogares.

Descubrimos la posibilidad de activar las comunicaciones a través de grupos de WhatsApp con otras familias. Luego de un tiempo intercambio de información, recibí una llamada reparadora que nos abriría a nuevas experiencias. Una madre temerosa me contó que en el living de la casa de otra se estaban encontrando a jugar varios niños y niñas. Quedé infinitamente agradecida por su decisión arriesgada y consciente de llamarme. Aun con desconcierto, nos apropiamos de ese espacio propuesto para Milo como náufragos prendidos a una madera en el mar. Esa fue la primera experiencia de mi hijo en un espacio de aprendizaje peculiar llamado «Semillitas«, que la mamá organizadora nombraba como “escuela alternativa”.

La segunda propuesta de la que nuestro hijo formó parte en 2021 comenzó a funcionar en un espacio que Mati, el maestro que lideraba el ránking de Milo, usaba como taller en su casa: un cuarto pequeño pegado al comedor, que era una extensión de la casa y que sus hijas transitaban con naturalidad. La vereda también era espacio de juego: un continuo entre la casa, el taller y la calle. Allí, Mati construyó y colgó de un árbol una hamaca. La vereda, entonces, era ocupada por niños y niñas, pero también el patio del fondo de la casa. Allí había un horno para cocer arcilla y una mascota muy peculiar: un pato, que parecía resguardar todo lo que allí había de magia.

Un día, Mati decidió mudar el taller a otra casa, a unas pocas cuadras, y otra aventura se inauguró para los niños. El nuevo taller era también pequeño, pero no con menos encanto. Una habitación dentro de una casa de estilo norteamericana que daba a un patio abierto lleno de antigüedades. Allí estaba la mesa de carpintero, debajo del gran tejido verde que formaban las ramas de una parra que los cobijaba del sol. Cerca de ahí, un pequeño lugar que funcionaba como cocina o parrilla. Milo me contaba que de vez en cuando prendían con leña un fuego, calentaban agua, preparaban té de cedrón, lo tomaban y hablaban de sus propiedades.

Pasó el tiempo, y cada vez que llevábamos o retirábamos a Milo del taller éramos embestidos por la magia que los niños y su maestro desplegaban en el lugar, al punto que no solo la vida de mi hijo quedaría marcada para siempre por este espacio mágico.

Al taller iban niñes y jóvenes. En una primera época, todos juntos. En un segundo momento, dada la falta de espacio, Mati intentó ordenar a los participantes en dos horarios diferenciados divididos por edad. Pero esto nunca resultó ser demasiado estricto. Otro detalle era que se podía pagar por mes o por clase, una forma de insinuar que su concurrencia no era semanalmente obligatoria. Iban niñes con distintas historias, algunos habían estado siempre desescolarizados y a otros simplemente la pandemia los había dejado sin escuela. La riqueza de la diferencia irrumpió en mi esquema mental estructurado hasta ese entonces en dos categorías, escuela-antiescuela.

Se podía ir a hacer juguetes con materiales reciclados o simplemente estar allí. Duraba 3 horas durante cuatro días a la semana, y cada quién elegía cuándo ir. Mati tenía en el taller diferentes materiales que ofrecía para experimentar, por lo que no había una única propuesta a realizar cada día. La mayoría de los materiales que utilizaban para construir juguetes e inventos surgían de objetos para reciclar. Así, Milo descubrió con asombro que había cosas cotidianas que podían usarse como materiales. Madera pero también arcilla, barro, cartón, pinturas.

Cada niñe armaba primero en planos su proyecto de juguete y luego lo llevaba a cabo. Podía tomarle unas pocas horas de taller o varios meses de trabajo. Algo estaba clarísimo: mi hijo, como muchos otros, eran felices en este espacio en el que se sentían, entiendo, primero respetados y, por ende, comprendidos y queridos. La propuesta lograba incluir a quienes el trabajo manual y con herramientas les resultaba ajeno. Mati lograba hipnotizarnos acompañándolos en el descubrimiento de lo invisible, logrando que de cualquier simple material surgiera mediante el trabajo de los niñes su propio juguete y su propio arte.

Despedida y reinicio

Llegó un día en el que Mati y su familia decidieron viajar a otra ciudad. El nuevo proyecto de vida incluía también el taller, que hoy se ofrece en la ciudad uruguaya de La Ballena. En el transcurso del anuncio de su partida, que fue haciendo poco a poco, fuimos tomando conciencia del lugar que había ocupado en la vida de nuestros hijos. Comprendimos la importancia que ese espacio-escuela, espacio-lugar, espacio de vínculos e identidad había tenido para ellos. Por propia iniciativa hicieron un festejo de cierre para devolverle mágicamente al maestro y al lugar todo lo que habían recibido en esos tiempos tan difíciles. Organizaron casi sin hablarse, sin coordinarlo, pero de manera simultánea. Mati, incentivado seguramente también por todo aquello que vio le devolvían los niñxs, decidió no cerrarlo y dejarlo a cargo de un amigo, Pablo.

Esas dos experiencias, la de «Semillitas» y el taller de Mati, me llevaron a preguntarme si era lícito llamar “escuela” a espacios tan disímiles a la escuela tradicional. ¿Qué y quién define qué es una escuela? ¿Qué aspectos toma un niñe para hacerse un lugar en un espacio de aprendizaje? ¿Cuál era la magia del taller del juguete? ¿Podría no considerar a la escuela tradicional como un lugar fértil para mi hijo aun si él recordaba a su maestro de quinto como alguien significativo?

Le pregunté directamente a Milo. Tenía claro que para él estar allí le daba contacto con el maestro y con pares, un punto imprescindible. Me dijo con textuales palabras que «Mati es un maestro que escucha, es divertido, comprensivo. Con el que se puede charlar y, además, te enseña a hacer juguetes”. Todo esto que describió de modo simple significaba que Mati había logrado construir un “lugar». Busqué inmediatamente la definición de “lugar»: ¿podría tener que ver con un espacio donde poder desarrollarse como una persona reconocida y libre?

Dolores Bulit

Nací en la Ciudad de Buenos Aires en 1972. Mi educación formal ocurrió en el jardín Casa de los Niños fundado por Elena Frondizi, la Escuela Normal Nacional en Lenguas Vivas “John F. Kennedy” y la Carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Mi educación no formal se amasó en una familia numerosa, presente, matriarcal en medio del patriarcado, de clase media profesional. Sin presiones curriculares o extracurriculares, con mucho tiempo y enorme oportunidad para el juego libre en la ciudad y en el campo. También me eduqué en mis empleos y en mis viajes, en mi pareja y con mi maternidad, con todas las personas que pasan por mi vida y a través de mi experiencia más reciente y transformadora con la gestación de Tierra Fértil, un espacio de aprendizaje basado en el juego y la autogestión con 8 años de historia.

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