Hasta diciembre colgaba de un árbol, jugaba como niño, aprendía y leía lo que elegía, sentado, parado o acostado. No conocía timbres ni bancos. Hoy, tres meses después, no elige lo que aprende, pasa mucho tiempo sentado y carga una mochila que, a sus doce años, pesa tres kilos y medio más que la de su papá, un adulto que trabaja y viaja por el mundo con ese equipaje.
Le robé el título a una serie de moda para enumerar mis 13 razones para no mandar a mi hijo a la escuela. Pero cuando iba por la 8, entró a la secundaria: encontré que era la mejor forma de que él pudiera decidir por sí mismo si quería aprender y vivir así, como lo propone la educación tradicional. También porque me creí incapaz de seguir construyendo un proyecto educativo colectivo y democrático con suficiente cantidad de familias como para formar una comunidad de adolescentes de edad variada.
Estos días se cumplen dos meses de mi hijo en la escuela y me siento capaz de hacer una pequeña evaluación. No les voy a mentir: no cambio ni una coma de lo que pienso de la escolaridad tradicional, pero estoy más sorprendida de lo que me esperaba. A la pregunta qué más escuché estos años de vivir fuera del sistema educativo oficial puedo responder que mi pequeño inadaptado se ha adaptado muy bien. Tan bien que hasta me da pena.
Las primeras dos semanas fueron un bajón para él: cuando abrían la puerta y le preguntábamos si estaba listo para entrar, respondía resignado y sarcástico: «¿acaso tengo alternativa?». Esos días volvimos a charlar acerca de que en su caso puntual, a diferencia de sus compañeras/os, la escuela es realmente una alternativa porque no es su única opción: puede volver a vivir desescolarizado si él quiere. A mitad de año nos sentaríamos en familia a evaluar cómo seguir.
Sin embargo, el jueves de la segunda semana algo cambió. De un día para otro se empezó a levantar contento y salir locuaz. Contaba detalles, nombraba a otros chicos y chicas, nos describía a las profesoras y las nuevas rutinas. Hablaba de planes, de cumpleaños, de poder volver solo a casa en el tren para ir caminando con los demás. Estaba animado y activo, y así sigue hasta hoy.
Rutinas y métodos
Yo calculaba que podía llegar a padecer la experiencia, pero que pudiera vivirla con plenitud y entusiasmo, eso no me lo esperaba. Había tres cosas que supuse iban a costar: el madrugón, la asistencia obligatoria y el ritmo de trabajo escrito en las cinco horas diarias. Para lo primero el antídoto fue la rutina que su papá creó especialmente: dulzura para despertar, con mucho tiempo antes para que pudiera levantarse a su ritmo, un tostado caliente de jamón y queso y una taza de café que llevan en al auto mientras esperan unos veinte minutos en la puerta, escuchando música y charlando hasta que se abre. Pienso que ese acompañamiento lo ayudó a conservar algo de su espacio-tiempo como se venía respetando hasta ahora. También, estoy segura, los obligó a ambos a saborear un tiempo juntos sin mí en el medio.
En cuanto a la rutina en el aula, completamente nueva para alguien que sólo había tomado clases de lo que le gusta, se adaptó muy rápido también. Sigue usando letra de imprenta mayúscula, pero ahora el ritmo diario lo acostumbró a ser veloz. También empezó a subrayar y se inventó él mismo un sistema para marcar las páginas de tarea de sus dos cuadernillos con unas tiritas Post it de tres colores que teníamos archivadas hacía años y que él redescubrió.
Sobre las 20 faltas permitidas charlamos desde el principio, e incluso sacamos la cuenta del promedio que tendría por mes en todo el año. Nunca hasta ahora nos pidió faltar. Con el padre nos tiramos el lance de que le justifiquen las dos faltas de nuestro último viaje a La Rioja, pero no hubo caso. Hicimos una nota y nos reunimos con tutora y director, explicando que para nosotros los viajes son parte fundamental de su educación y un tiempo en familia muy valioso. Pero nos explicaron que no se justifican faltas por viajes y que, en todo caso, tendríamos que elevar una carta al Consejo Escolar. Hasta ahí llegaron mis ganas de interactuar con la burocracia.
Socializate
Entre los que se oponen a la educación sin escuela hay una muletilla siempre a flor de piel: que es importante para la socialización de los niños y niñas humanos. En algo tienen razón: las personas podemos vivir sin escuela, pero no podemos vivir sin otros. No podemos brillar sin los otros. Igual, esa máxima no tiene para mí mucho peso porque viene siempre de personas que jamás han experimentado una vida sin escuela, ni ellos ni sus hijos/as. Claro que la escuela cumple esa función, sí, pero no de la mejor manera y porque es la única que hay. Corrijo: hay muchas otras oportunidades donde el encuentro es mucho más genuino, ni obligado ni segmentado en recreos ni por edad cronológica, pero están mucho menos legitimadas que ella, requieren esfuerzo extra de los progenitores y suelen ofrecerse al final del día laboral. Sólo como un extra de lo que «verdaderamente vale», los amigos de la escuela.
En nuestro caso, con sólo dos meses de escolaridad, puedo decir que el motor que hace levantar a mi hijo cada día es el encuentro. Me doy cuenta y él, de a poco, también lo va nombrando. Yo intuía que necesitaba abrir su mundo social, y hoy sus conversaciones son sobre esos nuevos vínculos y sus emociones ligadas a esas nuevas personas. ¿Necesita a sus 30 compañeros/as de curso y a los 600 de su turno para socializar? Claro que no, pero hay magia en la variedad, en la marea que te hace sentir parte o te permite hacer el salto entre la vida intrafamiliar y el mundo sin exponerte tanto. Como nacer en un pueblo y mudarte a la ciudad.
Yo, mientras tanto, desde que lo veo bien disfruto esta novedosa libertad de entregarlo cada día. Revivo cada capítulo de los libros de John Holt cuando veo cómo está aprendiendo a ser alumno. Le importa mucho llegar puntual, no faltar sin un buen motivo, hacer la tarea y repasar para las pruebas. Con total autonomía, y siempre con nuestra compañía si la pide. Más que ser alumno, le importa ser uno bueno. No es porque nosotros esperemos eso de él porque hemos hablado sin tapujos del sistema de evaluación de la escuela y el hecho de que no significa nada para nosotros. Pero él aprendió rápido que eso es lo que la escuela espera de él. ¿Autoexigencia, responsabilidad o el mecanismo de supervivencia más esencial del ser humano, que lo impulsa a ser aceptado en un ambiente que, por definición, es hostil con los malos alumnos?
«¿Acaso la gente va por la vida haciendo exámenes de matemática con otras personas diciéndole que se apure? ¿Estamos tratando de convertirnos en personas inteligentes o en expertos en dar examen?». John Holt en How children fail.
Ahora, ¿se puede estar adaptado sin ser cooptado? Pregunta sutil y existencial a la que como madre reciente de un escolar le pongo mucho cráneo. En estos días he visto que él puede distinguir lo que piensa que está mal y lo que soporta para estar bien. O como dijo Rita Segato la semana pasada: examinar qué chips nos programan y elegir cuál apagamos. Elegir cuál desobediencia ejercemos. Se queja cuando hace trabajos repetitivos o de memoria, cuando lo tratan mal, cuando los adultos son incoherentes o cuando, como le pasó, lo retaron por querer participar de una asamblea. ¿Cuánto volumen de salud mental hay entre el acto de agachar la cabeza y el de poder nombrar lo que me hace mal?
La democracia de papel
Sabrán que los secundarios y facultades argentinas -me consta por lo menos en los estatales- tienen Centros de Estudiantes. Que son el único rincón donde tienen voz y voto los alumnos/as, que debieran tener la voz más alta porque para ellos hacemos el esfuerzo de sostener esas instituciones elefánticas. Yo creo que son una democracia falaz, porque incluso en ese ámbito no pueden resolver las cosas más importantes que los atañen: cómo usar su tiempo y su espacio en la escuela. Y lo que termina pasando es una copia mimética de la política partidaria del mundo adulto, en vez de ejercer la política propia, la del joven y sus intereses cotidianos en su lugar de pertenencia.
La anécdota es que un día en su clase el centro de estudiantes anunció una asamblea, y él quiso ir. La profesora que estaba en ese momento le dijo que sólo podían ir los delegados de cada curso, pero él insistió en que era «pública». Le advirtió que tendría una nota en el cuaderno de comunicaciones y que tenía que completar lo que hicieran en su clase, pero él decidió ir igual. Le gustó mucho y nos contó en casa lo que había pasado. Desde sus 6 años en Tierra Fértil la asamblea era un ejercicio cotidiano para resolver todo tipo de cuestiones de niños/as y adultos. En definitiva, se encontró por primera vez con una rutina amiga y conocida en este lugar tan distinto para él.
A pedido de la tutora nos reunimos con ella para explicarle cómo era eso de que nuestro hijo no había ido a la primaria y después, cuando vino la nota por la «confusión y el momento incómodo» de la asamblea, le explicamos cómo funcionan la escuelas democráticas o libres en todo el mundo y por qué para nuestro hijo era tan importante ir. Tampoco llevamos expectativas sobre su reacción porque sabemos de las limitaciones del sistema escolar, incluyendo a las otras familias, para hablar otro idioma que no sea el suyo. Hasta ahora, nos devuelven caras protocolares o amables por compromiso. Somos aceptados, mas no comprendidos.
Yo ni pensé en ir a la escuela a imponer mi particular visión acerca de qué significa educar. Sé que mientras dure la experiencia vamos a acompañar, así que mi estrategia es bajar la expectativa al mínimo, agradecer por lo bueno e ir viendo cómo lidiamos pacíficamente con lo malo. Aunque la Ley Nacional de Educación reconoce a la comunidad de alumnos y familias como parte del proyecto educativo, sabemos que en la práctica lo que se espera de nosotras/os es controlar a nuestro hijo en el estudio y participar de la Cooperadora para hacer lo que el Estado no paga.
Las otras normas las aprendió bien pronto. Que en las muchas horas libres, cuando las profesoras faltan, no pueden salir del aula y la preceptora se instala con ellos, los treinta, en un aula sin más recursos que bancos rotos que miran al frente y un pizarrón. A veces va, salvador, el juego de ajedrez de la biblioteca o arrancan las competencias de pulseadas. Sabe que los baños se cierran durante las clases porque no están vigilados y que pueden estar un mes y medio con una profesora ausente sin que nadie avise nada. Sabe que las cosas importantes se escriben en el cuaderno y se firman «Notificado:». Que las tareas dan o quitan puntos para la nota final. Y que hay una pareja de fantasmas siempre al acecho llamados «desaprobar» y «repetir».
Es evidente que muchas de las reglas se ajustan a la limitación de espacio y número (600 púberes en un edificio de 1890, de dos pisos con sus anexos construidos con plata de la Cooperadora). Pero muchas otras son el reflejo de la imposición curricular y las jerarquías de poder, de varias cajas dentro de una, que se comunican poco y tienen intereses distintos: directivos, docentes, preceptores, auxiliares, familias, alumnxs y hasta concesionarios. Las calificaciones numéricas y las tareas no tienen ningún aval pedagógico ni científico. Tampoco el derecho de invadir el tiempo de la educación del hogar o la comunidad. Si la casa no puede entrar a la escuela, ¿por qué sí al revés?
La mirada pedagógica no es ni más ni menos que la que esperaba: 300 profesoras/es taxi que firman horas y esperan como el mayor logro no atrasarse en su planificación. Directivos y familias comparten, por lo que veo, iguales pretensiones: muchos días de clase, planillas y papeles entregados a tiempo, buenas notas y que nadie amenace el statu quo de los demás. La modernidad más austera brilla por su ausencia: los correos electrónicos que nos pidieron en la inscripción jamás serán usados para dinamizar la comunicación dentro de la comunidad. No soy ingenua: sé que la crisis económica, los salarios bajos y la nostalgia de haber perdido el proyecto pedagógico que lo hacía destacar entre otros estatales no son gratuitos. Y también sé que estas mismas observaciones las podría haber hecho en cualquier otra escuela. ¿O no?
Las críticas del alumno que ahora vive en casa son menos rebuscadas. Mucha tarea, abusos de poder y poco tiempo para moverse y charlar con sus pares: los recreos duran poco. A mí, por ahora, me alcanza con ver que su claridad de juicio y su entusiasmo siguen vivos. Que se respira un ambiente de libertad y que, aunque es real que tiene menos tiempo, no ha dejado de hacer lo que le gusta y que sigue pudiendo poner palabras a todo lo que le pasa. Me tranquiliza saber que adaptarse y desadaptarse siga siendo un juego posible para sus doce años de vida.
Texto y fotos: Dolores Bulit.
Con una de mis hijas ya con siete para ocho años, compartiendo dos de los espacios de educación libre de CABA, hace un tiempo le comentaba a una amiga algo sobre esto que hacemos, y me preguntó cuál había sido mi experiencia en la primaria y secundaria (supongo que con el objeto de rastrear qué me pudo haber pasado para no preferir la educación tradicional), y me quedé pensando que en realidad la he pasado bien: he tenido buenas notas, he tenido amigos, casi que lo disfruté. Pero a la distancia, con los años, me di cuenta que en realidad lo que cuestiono no es esa experiencia que tuve, sino todo lo que no tuve, y fundamentalmente la dificultad de conocerme y reconocerme. Recién de grande fue que descubrí qué me gusta hacer, qué sentido tienen los pasos que doy. Supongo que pasa por ahí: no lo que sucede ahí adentro, sino todo lo que no sucede por estar ahí adentro. De todos modos, nosotros también estamos orando el horizonte del secundario; está ahí, como una posibilidad.
Hoy llegué a este punto. Llorando. Es demasiado hermoso y las preguntas abren mundos. Gracias!!!