Carlos Cristófalo es mi marido. Tiene 48 años y también es periodista. Le pedí que escribiera para este sitio alguna anécdota de su escuela (tiene muchas). En este texto recuerda algo de su paso por un colegio católico de Argentina.
Por Carlos Cristófalo
A los 15 años descubrí que algunas escuelas -incluso las más costosas y famosas- tienen poca idea de qué se trata eso que llaman «pedagogía» o «proceso de aprendizaje». La confusión puede ser grande y conmovedora, y el tiro salirse por la culata.
Esta es la historia de cómo una escuela de curas me convirtió en fanático del rock satánico. Crecí en San Isidro, una de las ciudades más ricas de la provincia de Buenos Aires, en la Argentina. Y mis padres -me consta- hicieron un gran esfuerzo para enviarme a una de las escuelas más caras del barrio, que era católica y sólo para hombres. Ellos eran católicos también, pero no muy devotos.
La escuela aún hoy ocupa una de las tierras más privilegiadas de Buenos Aires: con grandes edificios, un enorme campo de deportes, una iglesia y hasta un castillo dedicado a la memoria del fundador. Tiene capacidad para más de dos mil alumnos en los diferentes niveles de enseñanza y siempre se jactó de emplear «la última tecnología e innovación en materia pedagógica».
Santa Casetera
A fines de los ’80, esta «inversión permanente en nuevos instrumentos de aprendizaje» le abrió la puerta a una decisión revolucionaria: introducir la televisión, con el apoyo de «videos educativos» en formato de casetes VHS. Para nosotros, los alumnos, la novedad fue motivo de festejo. Hasta ese momento, sólo nos limitábamos a aprender con pizarrones, carpetas, el Nuevo Testamento y el Manual del Alumno Bonaerense. El mayor nivel de sofisticación tecnológica que habíamos conocido hasta ese momento era el borratinta (y no todos podían darse el lujo de tener uno en su cartuchera).
La llegada de la TV al aula fue recibida con la misma alegría que se celebraba una «hora libre». O varias, porque la duración de algunos videos que nos mostraban permitían la cancelación de varias materias y hasta la postergación de exámenes escritos. ¡Gracias, Santa Casetera!
Tengo el recuerdo de que hasta los profesores disfrutaban esas largas sesiones de cine. Siempre era más fácil prender la TV y apretar play, que ponerse al frente de un aula desbordada por púberes alborotados (y, encima, todos varones).
Lo que no tardamos en descubrir fue que, a la hora de seleccionar los videos que nos mostrarían, entre los docentes reinaba el mayor de los desconciertos.
Algunos profesores trataban de hacerse los compinches y nos mostraban «películas con conflictos humanos para debatir». Así, en el aula del colegio católico más tradicionalista de San Isidro vi por primera vez «The Wall» (y me hizo amar para siempre a Pink Floyd, además de tutorial bien completo acerca de drogas inyectables). Ahí también me volví fanático de «The Breakfast Club» (donde aprendí que el secreto para que la chica más linda se enamore de vos era morderle la entrepierna). Y, en un intento por darle cierto contenido religioso a los videos, nos proyectaron «La Séptima Profecía», donde aprendí que las embarazadas también podían ser muy sensuales (inolvidable, Demi Moore).
«I can’t get no, Satanismo»
Sin embargo, el más revelador de todos los videos que nos mostraron fue un documental producido por la propia iglesia católica. Era una película tan casera como bizarra que nos advertía sobre «los riesgos y mensajes satánicos del Rock and Roll».
La película -que nunca logré volver a ver, que no está en YouTube y que agradecería que alguien en los comentarios me brinde alguna pista para poder encontrarla- arrancaba con un cielo celeste y lleno de nubes, donde una paloma -que siempre representa al Espíritu Santo, cómo olvidarlo- acompañaba una plegaria católica acerca de la pureza de las almas inocentes de nosotros: los niños. Lo que seguía era un maravilloso catálogo de rock y pop de los años ’60, ’70 y ’80, como a nadie se le había ocurrido ordenarlo en la historia de la música contemporánea: por «Nivel de Pecado». El orden era el siguiente.
- Drogas: con ese documental aprendí que si reproducías en reversa «Another one bit the dust» (Queen) había una voz cavernosa que opinaba: «es divertido fumar marihuana». Me enseñó qué era el LSD (del que nunca había escuchado nada hasta ese momento) gracias a «Lucy in the Sky with Diamond» (The Beatles).
- Sexo: Este era el espectro más amplio del documental. Se sabe que la religión católica tiene una visión culposa de las relaciones sexuales, pero acá esos pecados tenían cara de Rock Star. Por un lado, denunciaba «la perversión erótica» de las letras de mi cantante favorito: Rod Stewart («Da ya think I’m sexy?«, «Hot legs» y «Tonight is the night«). Y, por el otro, condenaba la homosexualidad confesa de algunos de los músicos que más me divertían para bailar: David Bowie, Freddy Mercury y Boy George (gracias a este documental supe que el cantante de Culture Club era un travesti, así de «caído del catre» era yo).
- Satanismo: éste era el capítulo más fascinante. Cuando pasás 12 años de tu vida en una escuela católica, sabés muy bien quién es Satanás, el famoso Maligno, a quien le gusta adoptar muchos nombres y personalidades desconcertantes: Belcebú, Lucifer, Abaddhon, Luzbelito, las Sirenas y Papá Pitufo. El documental nos hacía escuchar una serie de canciones «satánicas». Desde las más famosas y obvias «Their satanic majesties request» (The Rolling Stones), hasta las más rebuscadas. Por ejemplo, ¿sabías que «Stairway to heaven» (Led Zeppelin) no habla de una «escalera al cielo», sino que al reproducirla hacia atrás dice algo así como «el poder es de Satán y él te dará el 666»? Por supuesto, no podía faltar la canción que, desde ese día, se convirtió en mi favorita de todos los tiempos: «Hotel California» (temazo de The Eagles).
«Burning down the house»
Si lo que leíste hasta ahora te pareció curioso, divertido y hasta un poco bizarro, fue porque así lo interpreté yo al ver ese video. Al salir al recreo, con varios compañeros jugamos a acusarnos de estar «poseídos por el demonio», de ser «drogadictos» o simplemente de ser «putos», en función de los discos que teníamos en nuestras casas.
Pero ese documental no a todos nos cayó de la misma manera. Al día siguiente, al llegar a la escuela, nos encontramos con un gran alboroto. Un chico de otro curso, que también había visto el documental con nosotros, aquella tarde llegó a su casa, juntó todos sus discos de rock and roll, los roció con querosén y los prendió fuego en el patio de su casa. El pibe armó una hoguera redentora con toda esa música que nos habían revelado como pecaminosa.
Los padres se espantaron al ver lo que había pasado y presentaron una queja muy ruidosa en el colegio: muchos de esos discos eran de su padre, que los atesoraba como LPs incunables. El caso fue tan escandaloso que las autoridades de la escuela tomaron una decisión. Nos juntaron en el aula a todos los que habíamos visto el documental y nos aclararon: «Es un video, chicos. Tampoco es para tomárselo tan en serio…»
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