Por Franco de Castro*
Los discursos de odio en Brasil no fueron derrotados en las urnas en 2022. La faceta criminal, prejuiciosa, excluyente y fascista de una parte de la sociedad sigue mostrándose y con acciones continuas en su política de exterminio. Después de todo, la política no es sinónimo de Brasilia, como muchos creen, sino que está incrustada en las relaciones sociales. Recientemente hemos visto noticias de ataques a estudiantes y profesionales de la educación dentro de diferentes escuelas en Brasil. Las brutalidades ocurridas en la Escuela Estadual Thomázia Montoro, en São Paulo (SP), en la guardería Cantinho Bom Pastor, en Blumenau (SC) y, más recientemente, en el Colegio Estadual de Santa Tereza de Goiás (GO) son tres ejemplos de un fenómeno que ha ido creciendo exponencialmente.
En escenarios de crisis, nos vemos empujados a buscar caminos y soluciones, tratando de mantener la coherencia en los principios que rigen tales acciones. Es fácil y cómodo para una parte de la sociedad, una vez más, responsabilizar a las instituciones escolares de lidiar con problemas complejísimos que trascienden sus muros. Parece que vivimos el síndrome del héroe, a veces puesto sobre los hombros de los profesionales de la educación, a veces en la propia institución, teniendo que hacer frente con eficacia a diferentes males sociales. Es obvio que el papel social de la escuela es determinante en la garantía de los derechos, la promoción de la dignidad humana, la vivencia de la ciudadanía y la democracia, sin embargo, sin políticas públicas efectivas y movilización de la sociedad civil, discurso y práctica no convergen. Y, en este contexto elusivo, necesitamos ubicar -sin separar- las luchas urgentes y las importantes.
Dentro de las emergencias, es fundamental que las autoridades públicas se involucren y se responsabilicen, a nivel municipal, estatal y federal, de discutir e implementar medidas de seguridad para las diferentes comunidades escolares en todo Brasil, incluyendo la existencia de un servicio de inteligencia que pueda mapear, identificar y arrestar previamente a individuos y/o grupos que planeen tales acciones. Además, es necesario retomar con toda su fuerza el debate sobre el desarme de la población civil y comprender los perjuicios que ha causado la flexibilización de la portación y tenencia de armas en los últimos años. Los caminos posibles no llevan consigo una mera lógica de causa y efecto. El problema es estructural, entonces no se trata solo de instalar más cámaras en las escuelas, levantar muros o poner policías dentro. El peligro al que nos enfrentamos no es solo de un individuo, sino de una ideología, que conlleva odio, violencia y, sobre todo, velocidad.
De hecho, si los números muestran un aumento significativo de estas acciones, se está acabando el tiempo para una acción defensiva estructurada para combatirlas. La premisa de la velocidad es imperativa, pero también un enemigo potencial, ya que se pueden llevar a cabo un conjunto de acciones que reafirmen la sociedad de control, como muestra el filósofo Gilles Deleuze, y con la mejor de las intenciones, produzcan, incluso, un ambiente de mayor vigilancia, tensión y ansiedad. Parece que aún no hemos medido los impactos en la salud mental y emocional de las personas después de los años de pandemia y todos los desafíos que vivieron los estudiantes, profesionales de la educación y familiares con el regreso a las actividades de manera presencial.
Ya nos había enseñado la escritora Mia Couto, en su brillante discurso en la Conferencia de Estocolmo de 2011, que »hay quien tiene miedo de que se acabe el miedo». Este contexto de violencia, cuya raíz enuncia una sociedad capitalista sumamente desigual, racista, xenófoba, sexista, patriarcal y colonial, se nutre de individuos, grupos e instituciones, cuando no del propio Estado, que necesitan de la existencia del miedo para perpetuar sus acciones. No es casualidad que recientemente nos hayamos encontrado con la producción de noticias falsas sobre la inminencia de más ataques en diferentes partes de Brasil y el sentimiento colectivo es de total aprensión, a pesar de la creencia de que “mi escuela” es un ambiente aparentemente seguro.
Es necesario discutir no sólo las acciones para afrontar la violencia, sino su coherencia y proyección en el futuro cercano. Si no somos quirúrgicos, corremos el riesgo de convertir la escuela en una especie de bomba de relojería, lista para explotar por su propia fragilidad mental, emocional y relacional.
Dentro de la lógica de lo importante, pensando en el mediano y largo plazo, visualizo una forma de retomar la promoción de la Educación Integral, en el sentido de tener una directriz bien definida contra la violencia. Uno de los pilares de la Educación Integral es la pluralidad con la que percibimos a los sujetos. No los reducimos a una dimensión exclusivamente intelectual, cognitiva, sino que los ampliamos en sus múltiples facultades emocionales, físicas, sociales y culturales. De esta manera, nos guiamos por la promoción de una educación que anime al sujeto a encontrarse con los diferentes colores que lo habitan, las diferentes expresiones que lo caracterizan, la diversidad que lo llena. Y esto no se construye para alguien, sino al lado de alguien. Se trata de pensar y conjugar la educación en el ámbito de la colectividad, la solidaridad y la alteridad.
Es aquí donde logramos construir un currículo integrado al territorio, uniendo las diferentes áreas de conocimiento, sin jerarquizarlas y construyendo otros espacios-tiempos en la escuela. Necesitamos salir de esta lógica insensata de productividad y optimización de los tiempos escolares, a un lugar donde podamos respirar, donde podamos detenernos, comprendernos, escucharnos y practicar el embrión de una construcción colectiva. Hay diferentes escuelas en Brasil que apuntan a la construcción de asambleas, gestión democrática, valoración de género, debates sobre diversidad y sexualidad, unión estudiantil, entre tantas acciones que cultivan la vida colectiva. Por ejemplo, se ven grandes avances en ese sentido en la red de escuelas públicas del Estado de Bahía.
Pensar una escuela que promueva la educación integral no es sólo el deseo de la institución, sino la implementación de una política pública articulada, integrada al territorio y construida de manera intersectorial, para no colocar esa responsabilidad solamente en la espalda de una unidad escolar. No es la escuela sola la que podrá enfrentar y superar las perspectivas estructurales, incluso promoviendo la discusión y/o contratando psicólogos y/o instalando elementos de seguridad interna, porque lo que buscamos superar depende de la articulación de muchos agentes, de diferentes sectores, trabajando con objetivos y metas comunes. ¿Cuántas escuelas conocemos con trabajo integrado en su territorio en diálogo con los servicios de asistencia social, la red de atención psicosocial, los departamentos de deporte, cultura y ocio, diferentes colectivos, ONG o instituciones que trabajan a favor de los Derechos Humanos? ¿Cómo ha buscado el gobierno, en su territorio, promover este diálogo y trabajo intersectorial? ¿Cómo empezamos a construir una cultura de paz y no solo una cultura de seguridad?
Las palabras germinan con un propósito. No se trata de señalar verdades o soluciones prefabricadas, sino de promover debates que nos ayuden a desahogar un sentimiento de tirantez y aprensión que ha ido cobrando fuerza. Donde hay miedo, también hay amor. Y el amor es revolucionario. Más que creer en esta revolución, es necesario practicarla. Y la escuela es sólo una parte de ella…
*Franco de Castro es profesor de Química de la red básica de educación de Río de Janeiro, coordinador del Proyecto «Construyendo saber» y co-fundador de la Escuela Democrática de Niteroi (RJ). También fue productor de «Lo que ellos tienen para decirnos», una web serie que recorrió distintas escuelas y espacios de aprendizaje de Latinoamérica.
Contacto: https://www.instagram.com/prof.francocastro/
Comentarios recientes