OPINIÓN – Por Dolores Bulit
Desde todas las ideologías pedagógicas y políticas se admite hoy que la escuela debe cambiar. Sin embargo, cuando alguien lo intenta, es muy probable que reciba la visita del inspector educativo. En el pasado había dos salidas: o te censuraban por exceso de progresismo o te dejaban existir bajo el rótulo de «escuela experimental». Hoy la policía educativa sigue en acción, y urge hablar de la formación de las inspecciones tanto como de los docentes. ¿Puede una mirada educativa ser considerada experimental pasados los 100 años?
Las escuelas Waldorf y Montessori son aceptadas hoy en algunas localidades, sobre todo si median grandes inversiones privadas. Sus referentes relatan cómo han ido formando ellos a los funcionarios, con una paciencia infinita. Sin embargo, la realidad en la mayor parte de Argentina es que a los proyectos educativos o los ahoga la economía o las inspecciones intolerantes y desinformadas. Y aunque algunas familias apuestan a los proyectos porque valoran los efectos en sus hijos, lo cierto es que la mayoría no está dispuesta a entrar a uno sin aval oficial.
Durante los siete años que duró Tierra Fértil, la comunidad de aprendizaje que construimos algunas familias en Béccar, sabíamos que estaban tras de nosotros. Hoy estas cacerías siguen ocurriendo. A veces, con un trabajo de inteligencia atrás que da verguenza: fingen ser familias interesadas para entrar a investigar de incógnito un proyecto o escuela en formación.
Es óptimo que los Estados velen por el bienestar de niños, niñas y adolescentes en los lugares donde conviven. Lo que está mal es mezclar a quienes hacen las cosas bien, incluso mejor que la escuela oficial convencional, con los que realmente vulneran sus derechos. En mi zona, a partir del caso de una guardería que maltrataba a los bebés se removió el avispero y los inspectores se pusieron en modo alarma. La demanda por espacios de cuidado, juego y aprendizaje no escolarizado crece, y en vez de comprender por qué e intentar acompañar esa evolución, por cierto nada nueva y bastante sustentada, siguen equivocando su función.
Los supervisores e inspectores son el ejército de lo que en periodismo se definió alguna vez como gate keepers, editores y dueños de medios que actúan de porteros definiendo qué noticias pasan y cuáles no. Esa tropa educativa está en el medio de la normativa que escriben los señores y señoras de escritorio y lo que efectivemente viven niñas, niños y adolescentes lo que dura su escolaridad obligatoria. Una tarea importante que debería ser muy noble, pero que tiene el objetivo trastocado. Su deber no es obligar a cumplir la normativa, sino ayudar a las escuelas y proyectos adecuando lo que haga falta para el bienestar y la felicidad de los usuarios. El Estado, habrá que recordarlo otra vez, somos todos. Los servidores públicos se deben a nosotros, que formamos en todo el territorio las comunidades educativas.
Nuestras leyes sobre el tema -y hay que agarrarse de eso, estimados quijotes de la transformación- hablan siempre de derechos y deberes de la comunidad educativa, que somos los chicos, los docentes y las familias. ¿Cuál debería ser, entonces, el trabajo de un inspector escolar? ¿A quién se debe: a su superior o a todos nosotros? ¿Por qué aprendimos a tenerles miedo?
Según este análisis de su rol actual estipulado en la ley provincial de Buenos Aires, los inspectores pasaron de «vigilar y castigar» a ser prácticamente superhéroes, con una incumbencia multidimensional: política, administrativa, comunicacional y pedagógica. El poder que tienen para aceptar o hundir un proyecto es enorme.
Sin embargo, a juzgar por este párrafo, no todo está perdido: «La dimensión pedagógica de la tarea del Inspector de Enseñanza se refiere a su condición de facilitador, animador de procesos de crecimiento, de conocimiento, de desarrollo y de aprendizaje individual y colectivo. En este sentido, la inspección es una función educativa, siendo el inspector el actor apropiado para brindar asesoramiento que permita en especial a los equipos de conducción, desplegar una mirada reflexiva sobre sus propias prácticas institucionales, que dé lugar a revisar supuestos, encuadres, o teorías implícitas y que permita descubrir caminos alternativos de intervención y diseñar experiencias de transformación e innovación».
Justo por estos días recibí el libro escrito por un supervisor escolar excepcional. Desde su rol oficial, el inglés Derry Hannam ha tomado la decisión obvia de ética profesional: hasta que algo demuestre lo contrario, ponerse siempre del lado de los estudiantes. Su libro «Otra forma es posible» explica cómo se puede ayudar a las escuelas a convertirse en espacios democráticos sin amenazar a nadie con dejarlo fuera de la órbita del sistema, ese sol que nos permite vivir y al mismo tiempo nos quema (les prometo la reseña pronto).
Ya escribí una nota con este mismo dilema, pero cuestionando el rol de los psicopedagogos: ¿trabajan para el sistema escolar, para las familias preocupadas o para los niños? Podés leerla acá: https://alteredu.com.ar/psicopedagogia-de-que-lado-estas/
¿Querés contar tu mala o buena experiencia con una inspectora escolar? Escribime a altereduinfo@gmail.com
Foto de portada: www.Abc.gob.ar
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