A veces me quiero volver

Por Marianela Casanova (Lala Montessori)

Si leyeron mis dos columnas anteriores, verán que reflejaban la alegría y la felicidad de estar criando a mis dos hijos en el campo, luego de haber tomado la decisión de dejar la ciudad. Pero la inspiración para un nuevo texto no me llegaba, entonces ahora me estoy animando a ser sincera conmigo misma y con ustedes, lectores.

Con tristeza, les cuento que no estoy feliz; para nada. Cuando llegué acá, un par de personas me habían dicho que el monte te transformaba, pero nunca pensé que el monte, junto a mis hormonas de embarazo (el sexto, pero el tercero sin pérdida de vida, al menos por ahora, y del cual me enteré luego de la primera columna), me harían hundir tanto. A profundidades que hace años no llegaba.

Mis hijos siguen felices. Disfrutan de la naturaleza, la conocen cada día más y aprenden a respetarla y a cuidarla. Hacen más amigos, más experimentos. No manifiestan extrañar la vida de la ciudad. Al contrario. Digo esto porque ahora, por ejemplo, estamos en Buenos Aires y Roma se está estresando muchísimo por los ruidos del tren, de los aviones, de los colectivos, ni hablar de las motos. Estamos en la calle y al escuchar un ruido se mete entre mis piernas y
llora. Luca no pudo ver a casi ningún amigo, ya que todos, a pesar de tener 8 años o menos, están muy ocupados con sus escuelas.

Volviendo a mí, aprendí que cuando te mudás a algún lugar muy diferente, al principio, vivís una etapa de enamoramiento, en la que estaba yo cuando escribí mi primera columna. Pero luego, a algunas personas nos cuesta la segunda etapa: el enraizamiento. Igual que en cualquier vínculo amoroso, digamos, porque ves la otra cara de la moneda. Y si te parecía aventurero un camino lleno de piedras y te daba gracia el viento que corre a casi 100 km por
hora, los empezás a mirar de otra manera, así como también a los pinches que duelen y rompen la bicicleta, y la tierrita que cubre todo, hasta tu celular. Yo soy obse por la limpieza, sumado a mi revolución hormonal por el embarazo, empecé a pasarla más mal que bien por estos pagos.

Chau sol, chau sierras

Por las mañanas, yo tenía la costumbre de saludar al sol y a las sierras, pero un día no pude mirarlos más y pedí que bajaran las cortinas. Y empecé un proceso en el cual sigo, pero les quiero aclarar que sucedió porque todo es mucho: todo lo que me está pasando es demasiado, y porque justamente la vida acá es muy diferente. El comienzo del embarazo es un estado de anidamiento, de reclusión, porque el cuerpo se prepara para recibir a una nueva vida, para darle vida a esa vida. Pero esto en la ciudad no tiene lugar, no hay tiempo ni cabida, así que todos seguimos el mismo ritmo. En cambio, acá, mi propio cuerpo no me dio otra opción. Y digo que fue mucho porque venimos de un año de dar vueltas buscando nuestro lugar, viviendo en casi 20 casas diferentes, criando y trabajando siendo nómades, un año de haber “dejado” a mi mamá con demencia y que haya empeorado tanto que hoy está internada en un hogar en silla de ruedas, usando pañales y sin poder articular más de tres palabras.

Se suma la construcción de un hogar, con todo el movimiento emocional y físico que implica (también me habían contado sobre esto, pero recién ahora lo entiendo). Se suma la distancia con amigas, el saber que empezaba a disfrutar de cosas que me hacían bien, como volver a hacer trapecio, y que ahora con el embarazo son más las cosas que no puedo hacer que las que sí. Se suma una crisis económica muy importante, donde a veces incluso no hay dinero para comprar comida, pero porque estamos haciendo una casa. Entonces, todo esto es un gran duelo que me tocó vivir en medio del comienzo de un embarazo, durante el cual además tuve náuseas y todos los malestares posibles.

Pero no paren de leer. No me arrepiento de nada: estar acá es lo que yo quería, solo que ahora estoy en medio de un remolino, que de apoco se achica. Elijo seguir acá por todo lo que conté el primer día, sobre todo porque mis hijos son felices, están a salvo, están criándose sanamente, en comunión con una naturaleza que todavía está a salvo y los salvará a ellos de todo lo que está aniquilando a muchos otros.

Dolores Bulit

Nací en la Ciudad de Buenos Aires en 1972. Mi educación formal ocurrió en el jardín Casa de los Niños fundado por Elena Frondizi, la Escuela Normal Nacional en Lenguas Vivas “John F. Kennedy” y la Carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Mi educación no formal se amasó en una familia numerosa, presente, matriarcal en medio del patriarcado, de clase media profesional. Sin presiones curriculares o extracurriculares, con mucho tiempo y enorme oportunidad para el juego libre en la ciudad y en el campo. También me eduqué en mis empleos y en mis viajes, en mi pareja y con mi maternidad, con todas las personas que pasan por mi vida y a través de mi experiencia más reciente y transformadora con la gestación de Tierra Fértil, un espacio de aprendizaje basado en el juego y la autogestión con 8 años de historia.

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1 Respuesta

  1. Valeria dice:

    Gracias lala por mostrar lo que todas las mujeres pasamos…porque podemos decir no soy la única. Te abrazo