Creo que todas las madres y padres buscamos proteger a nuestros hijos e hijas de algo, sobre todo cuando son chiquitos. Podemos poner el acento en la comida,el tiempo que pasan al aire libre o con pantallas, la interacción social, el acceso a deportes o actividades estimulantes. Cuando se trata de la escuela, también somos diversos en cuáles son nuestras prioridades: que sea una institución pequeña y familiar, laica o religiosa, pedagógicamente innovadora, exigente o no tanto, incluso, que ofrezca un entorno social similar al propio.
No creo que tengamos que obsesionarnos, al menos si notamos que nuestra propia obsesión es eso, nuestra, y no lo que ellos necesitan. Pero tampoco creo que todo dé lo mismo, porque los ayude a ¨curtirse¨ o ¨prepararse para el mundo real¨, como si sólo hubiera un mundo posible.
Los que educamos sin escuela y los que participamos en proyectos educativos que escapan a la lógica oficial, somos claramente una minoría. Y como tal, una de las preguntas que más nos hacen es si no sentimos que estamos criando a nuestros hijos en una burbuja. Yo suelo responder esto mismo: que todos elegimos proteger algún aspecto de la infancia de nuestros hijos y que lo masivo no es indicador unívoco de que algo sea bueno. Si vamos más profundo, ni siquiera todo lo legal es sinónimo de legítimo.
Yo descubrí pronto lo que quería proteger: el derecho de mi hijo a vivir como un niño. Como dice el israelí Dror Simri en este video: darle una oportunidad a esa minoría discriminada por razones de edad que son los niños en una sociedad adultocéntrica. También lo dice Francesco Tonucci, una y otra vez, en sus charlas, libros y dibujos: tenemos el deber moral de crear ciudades y ambientes donde los niños sean protagonistas. Porque dejarlos ser es bueno para ellos, pero también para nosotros, los adultos.
Parece que ser niño era algo más aceptado y simple cuando yo era chica. Iba a la escuela medio día y el resto del tiempo jugaba con mis tres hermanas o amigas. Con una mamá disponible. Los fines de semana, al campo: a jugar en total libertad afuera, sin supervisión adulta, en el monte, en el galpón, en la casita. Leer, aburrirse y jugar juegos de mesa. No había sobre exigencia en la escuela, nadie pretendía notas en casa, ni había fanatismo por las extraescolares, salvo que las pidiéramos. De pantallas, bueno, eran los ´70: a veces media hora por día de El Zorro, Margarito Tereré, Piluso, El Chavo, BJ, La mujer maravilla o Daktari.
Convertirme en madre hizo que, a veces sin darme cuenta y otras con premeditación, elija reeditar lo que fue bueno para mí. Yo creo que el trabajo de los niños no es estudiar, como se dice a veces en las familias: su tarea es jugar. Es la más importante porque es la característica biológica y social de esa etapa, la que la naturaleza dispone para aprender y convivir en el mundo. Y me refiero al juego y la curiosidad espontánea, no a las actividades guiadas. Sobre esto pueden leer a Humberto Maturana en su revelador libro ¨Amor y juego: fundamentos olvidados de lo humano¨. También hay abundante material de neurociencias que explica por qué el niño es como es: necesita moverse, no tiene inhibición ni es capaz de planificar, ni otras funciones ejecutivas que sólo se terminan de desarrollar cuando el lóbulo prefrontal está desarrollado, algo que ocurre ¡cerca de los 30 años! También en las áreas de psicología y psicopedagogía hay mucho investigado sobre la importancia del juego en el desarrollo sano.
¿Pero acaso no se puede ir a la escuela y proteger ese derecho a ser niño? Pues seguramente, pero a mí, en mi contexto, me ha resultado difícil encontrarla. O no me ha parecido suficiente, evidentemente. ¿O necesaria?
Comprobé con creces que los chicos sí pueden aprender sin dejar de ser chicos, es decir, guiándose por su curiosidad y sus necesidades en cada etapa. Mi hijo aprendió a leer y escribir sin ser enseñado, y eligiendo en todo momento qué leer y qué escribir. Igual con los cálculos básicos. Y claro, sabe muchísimas cosas por el simple hecho de vivir en este mundo. Aspectos de la naturaleza y de la sociedad, los mismos, o distintos, o más, o menos, según el caso, que los que se aprenden en manuales escolares. A sus 11 años aprendió un inglés que ni sus padres a esa edad con clases casi todos los días (sobre esto voy a contarles en otro post).
En definitiva, una infancia bien vivida como infancia me parece un excelente título habilitante. La escuela y su función histórica normalizadora (por más amorosa o lúdica que sea), no es compatible, al menos en mis expectativas y de acuerdo a las evidencias que tengo.
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