OPINION – Por Dolores Bulit
Hace un tiempo una lectora me preguntó qué opinaba de los uniformes escolares. Parece un tema a esta altura ridículo del que ocuparse, hasta que cada febrero veo a las familias y al periodismo en general traer el tema al centro de la escena: ¡qué barbaridad lo que se gasta en uniformes y guardapolvos!
Para ser precisos, el uniforme escolar es coherente con el origen de la escuela, una institución de control pedagógico que nació a imagen y semejanza del ejército y la iglesia. En principio, el mensaje es que nos hace a todos iguales como sujetos de una enseñanza estandarizada. Somos parte de una tropa, sin importar nuestras diferencias ni nuestro origen.
El guardapolvos blanco también es un uniforme escolar que se justificó como herramienta de igualdad social. La Fundación Arrebol, que trabaja para «promover buenas prácticas en la enseñanza basadas en la evidencia científica de cómo aprendemos los seres humanos», ha lanzado una discusión bien interesante sobre el tema en Chile. «El mito de que el uniforme evita las diferencias de sociales, es absolutamente falso. Como dice Jaume Trilla Bernet en su ensayo en la Revista Cuadernos de Pedagogía, el uniforme escolar es un maquillaje a la desigualdad. Vale la pena preguntarse ¿por qué queremos ocultar las diferencias sociales que sufre la infancia cubriéndolas de jumper o camisa en vez de abordarlas integralmente para erradicarlas?», escriben en un hilo de su cuenta de Twitter.
Quizás, el significado etimológico sea la única razón válida para usarlo: protegerse del polvo, de manchar la ropa de calle. Probablemente, solo durante el jardín de infantes, porque la mayoría de las escuelas primarias ya no proponen ni espacio ni tiempo para el enchastre.
¿Pero para qué sirve en realidad ese artilugio que, además, estamos obligados a comprar? Pues, no olvidemos, la mayoría de las leyes de educación del mundo exigen la asistencia a la escuela como forma exclusiva de aprendizaje y socialización para los más jóvenes de una generación. Ya en esta nota analicé a la escuela como industria y mercado de consumo: https://alteredu.com.ar/vuelta-al-cole-con-covid-19-la-industria-debe-continuar/
He escuchado a algunas mujeres decir que es más fácil que sus hijos vayan con uniforme. Lo que en realidad termina pasando es que nos volvemos sus esclavos: hay que tener varios, claro, porque se ensucian. Lavados y remendados para el lunes (una más para el estrés de quienes se ocupan de las tareas domésticas). Además, suelen estar hechos de unas telas espantosas que no se adecuan al clima del lugar, porque lo importante es mantener el estereotipo de la kilt y la franela de los colegios ingleses. Puede que sea un sesgo mío, pero presiento que los colonizados nos aferramos mucho más al uniforme que los países centrales.
Sin querer queriendo, como diría el Chavo del ocho, los uniformes se convirtieron en objetos de marketing de las escuelas privadas. Una propaganda que llevamos puesta y que, eureka, pagamos de nuestro bolsillo. Otra consecuencia aparentemente inesperada del uniforme fue la sexualización de las niñas y adolescentes escolarizadas, un fenómeno comprobable en el manga japonés pero también en el cotillón de la esquina que vende disfraces de colegiala sexy.
No sé si se merecía tanto texto, pero está claro que el uniforme es uno más de los elementos de la escolaridad que alimentamos sin cuestionarnos. No hay pruebas de que ayude en algo al aprendizaje. En cambio, es evidente que engrosa la canasta familiar junto con libros de texto y útiles que la mayoría de las escuelas exige renovar cada año. Y que subraya el monopolio del aprendizaje para la institución escolar: cuando te vestís así, todos sabrán que estás aprendiendo. Niños y niñas son visibles en tanto escolares.
El aporte de las escuelas y espacios de aprendizaje alternativos en este sentido es destacable: la mayoría no exige uniforme, además de que los útiles y materiales se dejan y comparten en la escuela. En algunas incluso se usan libros originales en vez de las selecciones masticadas de los manuales.
Vestirse cada día es un acto de autonomía y voluntad que valoramos en la adultez y, por alguna inexplicable razón, negamos a los más chicos.
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