Texto: Dolores Bulit
Ayer pude ver en YouTube la charla que Phillippe Meirieu, pedagogo francés contemporáneo, dio en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ahí, en el lugar donde se estudia Ciencias de la Educación, afirmó que la educación no es una ciencia. Luego de repasar los pedagogos del siglo XX que hicieron historia (nombró a Pestalozzi, Don Bosco, La Salle y Santo Tomás, Makarenko, Montessori, Freinet, Freire y Korczac) explicó que la investigación de los discursos pedagógicos debe ser científica, pero que la práctica es instrumental, filosófica y política.
Bingo. Eureka. No hay un método ni una forma exitosa que pueda tranquilizarnos, ni a padres y madres ni a los funcionarios encargados de políticas públicas. Porque «educar pone en juego una cantidad de variables y relaciones que no se pueden ajustar a patrones comparables». Cada cultura, cada país, cada comunidad y, yo creo, cada familia, es artífice de su experiencia. Y esa experiencia siempre tiene una finalidad: qué representación de niño y sociedad tengo y para qué mundo quiero educar; unos conocimientos: saberes de esa cultura, sobre el desarrollo del niño, y unas prácticas: el método y las herramientas para transmitir saberes. Esa combinación es frágil, puede variar con el tiempo y el contexto y de ahí las sucesivas crisis de confianza en los modelos educativos. Según Meirieu, el discurso pedagógico dominante en occidente hoy es el cientificista, basado en los tests estandarizados, el «discurso europeo del desarrollo personal» y el «espontaneísmo ideológico».
En este punto, soy yo la que analiza el discurso de Meirieu. Antes de proponer su propia receta para una escuela emancipadora, «alternativa, positiva y progresista», el francés enumera una suerte de plagas actuales como las del consumo, «el capitalismo pulsional» y el pensamiento individualista. También subraya la incapacidad de las neurociencias para indicarnos qué hacer y describe minuciosamente la imposibilidad de confiar en los niños porque «son incapaces de resistir a la todopotencia de la inmediatez», se «precipitan y no anticipan consecuencias», «quieren saber pero no aprender, tener certezas inmediatamente, que no son verdaderos saberes». También utiliza la metáfora infantil para hablar de la inmadurez social.
Las marcas semióticas en su discurso son claras: habla como profesor y le habla a un auditorio de profesores o futuros académicos de la Educación. Habla desde la posición de saber y desde el modelo áulico del conocimiento, incluso después de declarar que «el formato escolar no es eterno, es del siglo XIX, de cuando los gobiernos quisieron controlar a los niños y a los pueblos con sistemas piramidales». Ha estudiado en detalle las teorías y acciones de pedagogos que han puesto el centro epistemológico en los niños y, sin embargo, no puede escapar de su visión adultocentrista. Y como tal, acierta en la finalidad (todos queremos un mundo mejor), pero falla en las prácticas.
No es el primero ni el único. Tanto él como otras figuras influyentes del circuito educativo internacional usan expresiones similares de deseo. El público aplaude con fervor y vuelve en el bondi emocionado, se acuesta feliz, como borracho, y se levanta con resaca, vacío o mecanizado para el aula. «Proletarizado», cómo él mismo describió. Es un laberinto sin salida porque todos niegan el derecho real del niño y la niña a elegir, a ejercer su voluntad, con la compañía de adultos, claro, pero ejercida al fin, en su manera única de ser niños y niñas.
Otra marca fuerte de su discurso es la palabra futuro, que tampoco es rara avis en las conferencias educativas. «De los paradigmas pedagógicos de ayer a los de mañana» fue el título de su charla. Cuando se proyecta la mejora de la educación hacia el futuro, se niega el presente, que es el modo de ser por excelencia de los niños y niñas. Como dice Lia Goren parafraseando a Maturana, «el futuro de los niños somos los adultos». También es negar que en el pasado hay abundante material del bueno, que puede perfectamente actualizarse a nuestra época y nuestro contexto.
Ahora, si decidimos aprovechar el rato que pasamos escuchándolo, si somos directores o directoras de escuela y estamos buscando pistas reales, podríamos ya poner en práctica su propuesta, que a mí me parece bastante radical:
- «La escuela debe ser un espacio de desaceleración, de ralentización.
- Debemos construir dispositivos de atención que no sean sólo individuales sino también colectivos. Por ejemplo, el trabajo manual. Todo niño debería poder construir un banco sin cola ni clavos (sic).
- Debemos cambiar el estatuto de la evaluación. Dejar de comparar para lograr que los sujetos internalicen la exigencia de calidad.
- Construir colectivos donde el individuo sea respetado en su individualidad, donde el apoyo mutuo los ayude a progresar».
El desafío es: ¿qué significan para cada uno de los oyentes de la charla estas cuatro sugerencias? ¿en qué media, en qué proporción, el sistema escolar está dispuesto a dejar de ser escolar? ¿a dejar de medir en módulos, horas cátedra, trimestres y aprobados? ¿a desencorsetarse de verdad y permitir la individualidad? Pero por favor: no los pongan a todos a hacer banquitos.
Pueden pedir el link de la charla completa en la página de la carrera en la UBA. O leer el libro «Una llamada de atención. Carta a los mayores sobre los niños de hoy» (en Tierra Fértil lo tenemos editado por Paidós, «Biblioteca fundamental de la educación»), que arranca con una historia de la infancia y la familia para seguir con los trazos de las primeras intenciones educativas. No terminé de leerlo, pero pude hojear que propone, como también otros, propiciar el habla auténtica, abrirse a otros mundos y permitir el juego. Nada de futurismo bajo el sol.
Imagen: Página de Ciencias de la Educación (Filo – UBA).
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