Ya les conté que detrás de mi decisión de no mandar a mi hijo a la escuela hubo tanta intuición y observación como investigación. El libro «Aprendizaje invisible» del chileno Cristóbal Cobo (en coautoría con John Moravec) fue uno de los que me voló la peluca. Básicamente, cuenta cómo a partir del avance de las TIC (tecnologías de la información y la comunicación), los adultos nos fuimos dando cuenta de cómo los chicos aprendían a usarlas mucho más rápido que nosotros, entre pares y en general fuera de a escuela. Este fenómeno lo llevó a poner bajo la lupa la forma en que aprendemos cosas en espacios y tiempos que no pertenecen a la educación formal.
Es lo que llamaron el aprendizaje invisible, que también se conoce como tácito o informal. Ese que ocurre mientras, aparentemente, estamos haciendo otra cosa, que no sucede por imposición de un contenido en un programa escolar. Ese que existió desde siempre, antes del pupitre. En ese libro estudian experiencias y reconocen los antecedentes de Argyris, Freire, Illich y Knowles. Y concluyen que la mejor forma de innovar será reconocer la importancia de esta forma de aprender.
La semana pasada pude conocer a Cobo en una charla organizada por la Universidad de San Andrés: «El algoritmo educativo: ¿quiénes diseñarán los nuevos mundos del aprendizaje?». Fui, lo reconozco, con la angustia anticipada con la que suelo ir a estos eventos muy formales e institucionales sobre educación, grandilocuentes pero poco propensos a arriesgar, a reconocer soluciones fuera de la caja.
Sin embargo, esta vez me sorprendí un poco. Los cuatro oradores, cada uno a su manera, expresó sin vueltas que no confía en que las innovaciones puedan surgir por iniciativa del sistema formal de enseñanza. Pero tampoco serán producto del «espejismo tecnologizante» típico de las políticas públicas que incorporan unívoca y masivamente tecnología que no se traduce necesariamente en mejores resultados (1).
Cobo opinó que estamos bajo un feudalismo digital, donde un puñado de empresas maneja el algoritmo de la información. Es decir, una fórmula que entrega resultados que nosotros usamos porque tenemos disponibles, pero que no significa que sean los necesarios. Y, según él, entregarnos a los algoritmos de nuestros dispositivos es lo mismo que tomar la decisión de no decidir. Somos vasallos en ese esquema y estamos sumergidos en lo que llamó algorithmic injustice. ¿Opciones? Alfabetización digital crítica ya. Y supongo que el resto de sus ideas estarán en su nuevo libro «La innovación pendiente».
A Pablo Doberti no lo conocía. Dijo que es argentino, psicólogo, que tiene 6 hijos y que vive en San Pablo. Trabaja para UNO Internacional, que por lo que veo en su web es una especie de asesoramiento en forma de paquete innovador que las escuelas compran para implementar un cambio concreto en su pedagogía, procesos y espacios físicos. Dijo que iba aponerse en el papel de provocador y lanzó su primer dardo: los educadores y escuelas ejercen una resistencia activa contra la transformación y están teniendo un éxito colosal. Que tienen miedo porque algunos nos estamos metiendo con el positivismo, que es casi una religión. Y que los que realmente van a transformar lo que entendemos por educación son los «outsiders expertos» y los «intuitivos maduros».
A Alejandro Piscitelli me lo reencontré después de ¿veinte años? Fue mi profesor en la carrera de Comunicación de la Universidad de Buenos Aires. «Taller de Procesamiento de datos» se llamaba su materia. Eran los ’90 y la computación era más cercana a las tarjetas perforadas que a los smartphones. Él siempre fue frontal y ejecutivo, un filósofo con mente de programador. Empezó con un chiste: dijo que había traído un powerpoint, pero que mejor no lo pasaba porque él también quería ser innovador. Hace diez años decidió dejar de dar clases, pero como sigue trabajando de profesor, se propuso hackear el aula. «Imaginamos un dispositivo donde no hay docentes ni alumnos. Hackeamos el espacio y el tiempo, los contenidos y los vínculos. Nuestro primer proyecto con este esquema se llamó «Facebook y la postuniversidad»,contó. Coincidió en que los algoritmos son malos educadores y que recién ahora nos animamos a criticarlos. Lo que pasa es que son baratos, y citó como ejemplo el aumento cuatro veces superior a la inflación de la deuda estudiantil en Estados Unidos. Piscitelli es una máquina de tirar datos y nos habló de las novedades y antiguedades vigentes en materia de reflexión tecnológica: Weapons of math destruction; Seymour Papert o The Stack.
El último en hablar fue Ty Goddard. Dijo que se sentía tan sacudido por lo atrevido de los discursos anteriores que le daban ganas irresistibles de escuchar una prolija y formal presentación académica. Por lo que también veo gracias a Google, mi algoritmo favorito, forma parte de un think tank educativo en Inglaterra, The Education Foundation. También, aunque su área de experiencia sea la tecnología en la educación, no cree que seamos una mejor sociedad porque tengamos más datos. Ni será la fiebre por los robots la que haga la revolución educativa. Habló del fenómeno de los edupreneurs, los educadores que se van de las instituciones frustrados para crear alternativas, y que muchos se esconden por miedo a ser perseguidos.
Cuando pasaron a las preguntas, quise saber por qué los académicos y profesores de educación siguen estudiando la pedagogía del aula como el modelo de aprendizaje humano clásico. Les dije que para mí era como estudiar a los monos en sus jaulas (no como Jane, que vivió con ellos en el bosque). Les conté que hay toda una red subterránea de pequeñas experiencias aquí en Latinoamérica que es invisible para funcionarios e investigadores. Me dijeron que en sus facultades sí hay materias sobre el aprendizaje no formal o alternativo (lo sé, pensé, pero según me consta suelen ser menores y se estudian más como anécdotas que como acciones posibles). Me dijeron que el problema de estas experiencias es que no son escalables (eso me sonó a «si no usamos agrotóxicos no va a haber comida suficiente para todos» o «si no frustramos a los niños en la escuela no van a soportar las frustraciones de la vida»). Pero también me dijeron que seamos optimistas porque no estamos solos.
En cualquier caso sí me fui optimista por otra razón. Percibí con claridad que el único algoritmo que nos va a salvar es la diversidad resultante de cada una de nuestras subjetividades. No hay una fórmula, hay millones. Imposibles de caber en institución alguna, en aparato alguno.
(1). Pág. 80. Capítulo 2. Aprendizaje invisible. Hacia una nueva ecología de la educación. Cristóbal Cobo y John Moravez. UBe Collecció Transmedia XXI, Universidad de Barcelona, 2011.
Comentarios recientes