Mi hijo de doce años nunca fue a la escuela. Hasta hoy. Este mes rindió libre sexto grado y aprobó después de un aplazo en la primera fecha. Ahora sí tiene su boleto dorado para entrar a la fábrica del conocimiento, la escuela secundaria. Willy Wonka, cuidameló.
Para mí, la educación sin escuela (al menos, sin que sea obligatoria) es el futuro. Como hicimos en Tierra Fértil estos seis años, como hacemos en casa, como solía hacerse en Argentina hasta el siglo XIX. En ese orden de ideas, lo que Vito va a hacer el próximo lunes es un salto en el tiempo hasta el siglo pasado cuando cruce la antigua reja de su nuevo colegio en San Isidro.
Curioso: con mi primer bochazo, en Química, me despedí de la escuela en 1990. El, en cambio, la empieza. En este dato anecdótico pensaba mientras tomábamos mate después del examen bajo el gomero gigantesco de una plaza de Buenos Aires y avisaba por WhatsApp a las personas que conocen nuestra aventura de seis años aprendiendo sin escuela. Todos esperábamos ese alivio engañoso que trae la buena nota, probablemente por razones diferentes. Pienso que para muchos fue la confirmación de que otra forma de educar es posible, o una especie de premio a la confianza que me tuvieron estos años sin entender qué era lo que estaba haciendo.
A mí el resultado de 75/100 que la inspectora anotó en el examen no fue lo que me confirmó el éxito de lo que hacemos en casa, en la vida y en Tierra Fértil con nuestro hijo. Ese resultado numérico es más que nada una consecuencia de los últimos nueve meses de estudio regular y mecánico, con maestra y en casa, siguiendo los manuales oficiales. La prueba más contundente y fascinante de que el aprendizaje ocurre también fuera del aula la hemos visto con él cada día de estos años.
Muchas de las familias o espacios educativos no reconocidos que educan sin escuela eligen no certificar el aprendizaje con títulos oficiales. Así lo hicimos nosotros desde sus 6, porque no le veo sentido a hacerle rendir cada año: para mí, seguir un curriculum oficial sería lo mismo que matricularlo y guiar su aprendizaje como lo hace una institución. Sin embargo, le pedí rendir sexto grado para que él mismo pudiera probar y elegir, o no, la escuela (lo expliqué en este post). Tuvimos la suerte de vivir cerca de la ciudad de Buenos Aires, uno de los pocos distritos argentinos donde existe la figura de alumno libre y el Estado facilita el trámite.
Aunque no lo haya mandado a la escuela primaria, sí voy planificando la educación que creo mejor para él. En eso me parezco a cualquiera, la diferencia es que encontré una opción que me resulta fabulosa por el proceso, los resultados y porque se adecua a nuestra forma de vivir y entender el mundo. La escuela gestiona el conocimiento de manera industrial y nosotros hacemos casero todo lo que podemos. Y subrayo podemos: educar sin escuela fue posible para mí, mujer blanca, urbana y de clase media acomodada que no es jefa de hogar. También consciente de que somos madre y padre de uno solo y que eso es menos representativo en términos sociales, económicos y organizativos que las familias más grandes.
Si Vito no elige seguir en la escuela, pues le ofreceremos conocer otra o volveremos al unschooling. Planificando las actividades que él elija, más su trabajo en casa y en la micro empresa familiar, como hasta ahora. Viajando en la medida de lo posible y redefiniendo nuestras vidas cada vez que haga falta. El eligiendo a la medida de su desarrollo, nosotros acompañando con libertad y límites, todos conviviendo con nuestras necesidades y responsabilidades.
¿Pero qué es lo que él aprendió todos estos años que no cabe en este examen aprobado? Jamás vivió la mala prensa que el aprendizaje tiene en la escuela, porque para él aprender es lo que hace cada día desde que se levanta hasta que se duerme. No hay un tema o un proyecto más importante que otro, ni hay necesidad de que él vaya igual que sus pares. Es muy sensible a que lo traten con respeto, porque eso es lo que ha cosechado. No tiene miedo de expresar lo que siente ni a decir que mejor no, gracias. No ha tenido que gastar energía en oponerse, rebelarse, adaptarse o agradar. Ha desarrollado una capacidad de distinguir los vínculos y las emociones sanas. No necesita desesperarse por jugar o enfurecerse, porque ha tenido tiempo y espacio para eso. Que no hay por qué hacer lo que hacen todos, aunque eso cueste más trabajo.
La forma en que encaró el examen es el indicador que siempre busco en este camino de la desescolarización, que no tiene métodos ni manuales y que casi siempre es intransferible. ¿Cómo describirlo? Es una mezcla de certeza e intuición de que, respetando primero sus elecciones y su opinión, de vez en cuando empujo su umbral de comodidad y le muestro algo nuevo. Y al observar su reacción, en general, lo que prevalece es la confianza mutua que construimos: a veces hay oposición y otras se da el permiso para probar. «Estoy orgulloso de mí», nos dijo ese viernes mientras lo abrazábamos. «Y hasta lo disfruté, ¿lo pueden creer?».
A las dos fechas de examen llegó confiado y tranquilo, entregado a la experiencia como a cualquier otra. Con el reprobado se sorprendió, porque había salido por el pasillo feliz y convencido de que todo estaba bien. Claro, para sus parámetros, eso que había hecho era suficiente para sus expectativas. Tuvimos la suerte de que lo trataron muy bien en todo momento. En la segunda fecha de febrero, con un verano de práctica encima y con muchos menos chicos y chicas rindiendo, el ambiente fue tranquilo y la corrección rápida y mano a mano.
La amabilidad y predisposición de la escuela 3 del distrito 1 nos suavizó la entrada al maravilloso mundo de la burocracia escolar. Así, con nuestro primer papel escolar oficial sellado pude finalmente anotarlo en la escuela secundaria estatal que elegí. Me fijé en ésta en particular por varios motivos. Fue la de dos de mis sobrinos, no tuvieron mayores quejas y hasta la reconocen como un buen lugar para estar. Queda a 20 cuadras en línea recta desde casa y tiene jornada simple. Ya no toma examen de ingreso y tiene una población más diversa que las privadas de mi zona y las escasas opciones de secundarios estatales del distrito.
El colegio está casi como el día de su inauguración en 1916. Las mismas escaleras de madera, boiserie, puertas y hogar que ya no usa leña. Cuadros de próceres serios y decenas de capas de pintura encima. Aulas y pisos agregados a la construcción estilo colonial a medida que la población crecía.
Nos recibieron muy bien y sin demasiadas preguntas a pesar de la situación: un paracaidista del sistema sin boletín de calificaciones en mano. La educación pública estatal tiene esa función igualadora que en muchos casos te salva (pero nunca olviden que igualdad no es lo mismo que equidad). De entrada y en trámite express me contaron que todo lo que hay se paga con la Cooperadora (lo suponía), que firmara la nueva propuesta para el Código de Vestimenta con sugerencias de docentes y del centro de estudiantes (firmé estudiantes porque los docentes eligen todo lo demás y porque la escuela se hizo para ellos), que reservara en la fotocopiadora los «anillados» porque se acaban rápido y que se anunciaba un paro de tres días.
Sobre la pregunta del millón que me hicieron siempre: «¿cómo va a adaptarse al mundo real?», puedo darles mis primeras impresiones. En el curso de nivelación un chico se acercó espontáneamente a saludarlo y presentarlo a los demás. «¿Jugás Fortnite?». «¡Pará! Eso es lo primero que le vas a preguntar?» Risas y al aula.
«Fue aburrido. Pero no fue tan terrible», me dijo cuando salió sin que yo preguntara. No quiero acosarlo con mi ansiedad de madre primeriza ni mi curiosidad educativa. El segundo día su expectativa había bajado a cero y hasta hubo resistencia. Pero tocó otro profe y hubo mejor suerte: «Se nota que este profesor tiene más contacto con los alumnos». Plop! El entusiasmómetro había subido, digamos, a la mitad.
Yo sé que los alivios que nos irá dando la escuela tradicional serán efímeros, porque sigo pensando que la educación entendida como un proceso masivo, competitivo, segregado, sin cuerpo y sin democracia estudiantil no está bien. Creo que la educación autodirigida y en comunidad es lo mejor, he visto ejemplos en varias épocas y países. Y si hay que hacer escuelas, que vayan los que quieran o las necesiten. Que sean las mejores: que el jardín sea como la casa, la primaria como el jardín y la secundaria como la facultad. Y la universidad como la vida, un continuum de trabajo, ejercicio activo de la ciudadanía y estudios que profundicen lo que quiero hacer.
Siempre mis certezas coquetean con mis dudas, así que en esta nueva etapa renové mis preguntas: ¿qué efectos visibles e invisibles va a tener su nueva vida escolar? ¿le quitará tiempo y ganas de hacer las cosas que le gustan? ¿en qué proporción la educación dirigida tradicional afectará la forma en que aprendió a aprender hasta el momento? Si se adapta, ¿lo hará por supervivencia, por su gusto a estar ahí o porque los adolescentes necesitan refugiarse en su manada? Vito nunca estuvo fuera del mundo. Todos tenemos derecho a elegir en qué mundo queremos vivir. Y si hay que adaptarse a algo que no está bien, ¿qué hacemos?
Texto: Dolores Bulit
Te admiro! Te abrazo!
Toda una nueva experiencia para toda la familia! Por muchos aprendizajes con desafíos más!